
«El interior de las casas, incluso el de las distinguidas, no está a la altura del aspecto externo de la ciudad. La entrada es estrecha y deficiente, las habitaciones se hayan atestadas y desordenadas. El rey Carlos III, que hizo de un sitio inmundo como Madrid un lugar salubre, no pudo penetrar hasta el interior de las viviendas, donde encuentra uno falta de higiene y suciedad. Este fue el caso de una de las primeras tabernas de Madrid, la llamada Cruz de Malta. Los españoles de a pie, que llenan las calles, están en sintonía con ese aspecto: Llevan ropa toda de paño marrón, de lana nacional de tal color, capa marrón y a menudo polainas también marrones, si bien calzan zapatos de cuero, ya que los zuecos no se ven en toda España.

El color marrón para la ropa es muy común. Incluso los regimientos españoles llevan uniformes cortos de ese tono. Por lo demás, los varones, exceptuando los de más baja extracción, van vestidos como en Alemania y Francia, si bien se observa el uso de red tricotada para el pelo (redecilla, cofia), así como la camisola de abundante botonadura, incluso entre los artesanos acomodados. Los hombres de postín llevan, más a menudo que en Alemania abrigos blancos, daga y no suelen llevar botas.

En términos generales, las féminas se han mantenido más fieles al atuendo típico español que los varones. Ni que decir tiene que las más elegantes van ataviadas como en todos sitios: en toda Europa apenas se diferencian unas de otras, excepto por algún pequeño detalle. Por lo demás, el uso del atuendo típico español se extiende hasta las capas más altas y entre clases sociales que, según las costumbres alemanas, casi no se distinguen de las más pudientes por su indumentaria.

Lo singular del traje entre estas últimas es la mantilla negra de seda, o el velo, terminado por delante en un crespón. Que cubre el rostro parcial o completamente, el faldoncillo corto, casi siempre negro y de seda, como el velo, adornado con un ribete de flecos o puntilla, que, como aquel, no ha de tapar la silueta. Por entonces los zapatos tenían aún tacones altos y finos, pero la moda de llevar la parte alta del empeine de otro color y con otros adornos, importada del resto de Europa, había llegado justamente a la punta del pie. Los ojos, hundidos, pero negros y brillantes, la complexión, algo débil y enjuta, la falta de frescura en las mejillas, e incluso su color cetrino, y las piernas, a menudo desnudas hasta la pantorrilla, les confieren, en general, un aspecto en absoluto agradable, aunque sí voluptuoso.»

Heinrich Friedrich Link. Viajes por Portugal y a través de Francia y España. 1801.
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