
«En la primera mitad del Imperio, la moda era muy extraña. Nuestras actuales elegantes, que oprimen tanto como pueden su esbelto cuerpecito, se horrorizarían si hubieran de presentarse con aquella masa de tela que, sostenida por una jaula de acero, alcanzaba un volumen que hacía poco menos que imposible que tres señoras estuviesen juntas en un tocador. Aquella masa se componía de series hábilmente dispuestas de franjas, encañonados, encajes y plegados, y terminaba en una larga cola que dificultaba mucho los movimientos en los salones atestados de gente.

Era una mezcla de todos los estilos; se juntaban las muestras griegas con los paniers del tiempo de Luis XVI, la basquiña de las amazonas de la Fronda con las mangas perdidas de la Edad Media. Era quizás más difícil que en la actualidad resultar encantadora, y si quería que no desapareciese el encanto de la persona, era menester que, además de la gracia que resulta de la belleza de las formas, la mujer estuviese siempre pendiente de sí misma, atendiendo a la manera de andar, a los movimientos y a la flexibilidad del talle. Así se comprende que bastara acentuar maliciosamente algunos rasgos, en los cuadros de aquel tiempo, para que resultasen caricaturas. La gracia y la distinción, de las cuales ahora ya no se habla, trazaban entonces unos límites infranqueables entre las diversas clases de la sociedad. La mujer que sabía utilizar en ventaja propia tan extrañas toilettes podía vanagloriarse de que para su habilidad no existían obstáculos.

El andar no era cosa fácil, pues además de tener que arrastrar la masa de ropas que por todas partes envolvía a la mujer, el estrecho talle puesto en el centro de esa masa parecía separado del resto del cuerpo, y sentarse sin que los aros de acero del miriñaque tomasen una falsa posición constituía una obra de arte. Subir a un coche sin aplastar los ligeros vestidos de tul y encajes exigía mucho tiempo y requería, además unos caballos muy calmosos y un señor marido ultrapaciente. Viajar, echarse, jugar, con los niños o simplemente darles la mano para llevarlos de paseo, eran otros tantos problemas cuya solución requería delicadeza y muy buena voluntad. Por aquel entonces se perdió poco a poco la costumbre de ofrecer el brazo a las damas para acompañarlas.»
Madame Carette. Souvenirs intimes de la Cour des Tuileries. Paris. P. Ollendorff , 1889-1891.
