Los cuentos clásicos de hadas suelen están protagonizados por príncipes y princesas. Las heroínas de los relatos infantiles personifican un ideal. La Cenicienta o La Bella Durmiente encarnan arquetipos de belleza física y moral. Recuerdo de pequeña, una colección de cuentos antiguos en casa de mi abuela materna, eran libros ilustrados con preciosos dibujos en blanco y negro de jóvenes princesas con largas y onduladas cabelleras. Yo era una niña y me fascinaban aquellas imágenes. Más adelante comprendí que las princesas de los cuentos son una cosa y las de carne y hueso otra. La ficción permite la ensoñación, pero la realidad es bien distinta ya que tener sangre azul no implica necesariamente poseer valores morales ni atractivo físico.

Para familiarizarnos con los rostros de la familia real española a través de los siglos, una buena opción sería hacer un recorrido por el Museo del Prado. Una significativa parte de los fondos de la pinacoteca provienen de la Colección Real, desde que fuera inaugurado como Museo Real de Pinturas en 1819, gracias a la determinación de Isabel de Braganza, segunda mujer de Fernando VII. Desde el siglo XVI hasta el XIX podemos hacer un repaso exhaustivo del aspecto físico de nuestros reyes, reinas e infantes. Al observar detenidamente la larga serie de retratos custodiados en el museo, comprobamos que en España y en resto de Europa hubo reyes y reinas de físico poco atractivo; más si cabe teniendo en cuenta que los pintores trataban, con todos los medios a su alcance, de presentar a sus egregios modelos de la manera más digna y favorecedora posible. Tal vez la más bella sea la emperatriz Isabel en el retrato póstumo que le hizo el gran Tiziano.

Una de las definiciones que nos ofrece el diccionario de la Real Academia de la palabra retrato es la siguiente: “Descripción de la figura o carácter, o sea, de las cualidades físicas o morales de una persona.” Esta definición podría estar en consonancia con lo que se pretendía transmitir a través del retrato de las cabezas coronadas, el cual debía ofrecer una imagen de majestad y poder en la que todo estaba medido y calculado, siendo fundamentales la postura y la indumentaria. Los monarcas aparecían rodeados de una serie de atributos de su poder tales como la corona, el bastón de mando, el manto de armiño o el toisón de oro, mientras que las reinas lucían impresionantes joyas y ropajes.

En la actualidad sucede algo similar con las fotografías oficiales, a través de ellas se trata de ofrecer una imagen atractiva e incluso cercana. Los mejores fotógrafos son requeridos por las casas reales, estos profesionales juegan el papel que en su tiempo desempeñaron los pintores de cámara. Mario Testino ha inmortalizado en diversas ocasiones a la familia real inglesa y fue el encargado de la imagen oficial del príncipe Guillermo con su prometida con motivo de su compromiso matrimonial. También Isabel II se puso bajo los focos de Annie Leboivitz que hizo un retrato de la soberana lleno de armonía y serenidad, emulando una obra de Sir Thomas Lawrence de 1789.

Felipe VI es un hombre muy alto, de buena planta y con innegable atractivo físico, pero los primeros reyes de la dinastía borbónica en España junto con sus respectivas esposas fueron más bien poco agraciados. Isabel de Farnesio y Bárbara de Braganza estaban entradas en carnes por su afición a la buena mesa, mientras que Carlos III y Carlos IV tenían una más que importante nariz. Sus respectivas mujeres tampoco les iban a la zaga, diversas crónicas de la época hablan sobre la supuesta fealdad de María Amalia de Sajonia, consorte de Carlos III, estampa que no concuerda en absoluto con sus retratos que nos muestran a una dama de aspecto agradable.

María Luisa de Parma fue relativamente agraciada en su juventud, pero a consecuencia de sus veintitrés embarazos y catorces partos envejeció prematuramente, su tez se volvió amarillenta y perdió la dentadura. Al observar el espléndido retrato de Mengs, como princesa de Asturias, y los que le pintó Francisco de Goya años más tarde parece que nos encontramos ante otra persona. Los pintores y escultores que trabajaron para las casas reales europeas han transmitido a la posteridad no solo la semblanza de reyes y reinas, sino el mensaje que las monarquías deseaban trasladar a sus súbditos, una semblanza adecuada y representativa, no en vano el refrán dice: “Una imagen vale más que mil palabras”


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