“El primero de los reyes extranjeros que reinaron en Castilla en el siglo XVI asustaba por ambicioso. Lo que para la resabiada y depredadora nobleza local era mucho decir. Porque no se trataba de un cualquiera. Quien había aterrizado en Castilla era el hijo primogénito del emperador del Sacro Imperio Germánico. En Felipe I de Castilla, como más tarde ocurriría con su hijo Carlos V, confluían dos de las casas más importantes de Europa.

(…) A pesar del poder de su padre, el futuro Maximiliano I pasaba por ser un soberano con escasos recursos. Un príncipe pobre y poderoso que cortejaba a una soberana rica pero intrascendente. Cuando María y sus consejeros se decidieron por Maximiliano, financiaron su viaje a Gante y le dieron dinero para equiparse y presentarse con pompa y esplendor. Y así fue el joven príncipe en busca de aquella princesa atrapada en una torre custodiada por un dragón. Caballero y galante, Maximiliano besó a su novia por primera vez delante del obispo de Tréveris. Era costumbre en los enlaces reales entre extranjeros que la joven escondiera una flor en su pecho, para que la buscara el pretendiente y así exhibiera su astucia. Después de pasar varios minutos buscando en vano, con la consiguiente incomodidad, el obispo accedió al fin a que la princesa facilitara la tarea al emperador: se aflojó el corpiño, mostrando el camino a las manos invasivas de Maximiliano, que a la mañana siguiente se casó con aquella dulce mujer temeraria.

(…) En un curioso giro del equilibrio de poderes en Europa, los dos vástagos de Maximiliano habían sido prometidos con los hijos de los Reyes Católicos. Curioso, porque hasta entonces los reinos de la Península Ibérica, a excepción de Portugal, habían vivido mirando hacia sí mismos y apenas hacia el exterior. No obstante, el ascenso al trono de Castilla de Felipe I demostró que la apuesta de Maximiliano era acertada y pondría a disposición de su hijo los recursos con los que él siempre había soñado. Con todo, el camino hacia el trono de Felipe no estuvo exento de obstáculos, empezando porque debió deformar a su antojo varios puntos del testamento de Isabel la Católica.
La testaruda reina castellana buscaba con su testamento evitar que Fernando accediera a la línea de sucesión de su reino («tanto monta, monta tanto», pero cada uno en su reino); que el yerno extranjero mantuviera sus zarpas lejos de España, y que, bajo ninguna circunstancia, recayera la tarea de reinar en Juana. Podía portar la corona si quería, pero gobernaría Fernando hasta que el futuro Carlos I alcanzara la mayoría de edad. Fue en este terreno de incertidumbre donde emergió Felipe sin que nadie le hubiera enviado invitación. El joven se valió de la hostilidad de la nobleza hacia Fernando para reclamar los derechos de su esposa sobre la corona y el gobierno.
(…) La ciencia médica también ha dado una respuesta poco novelesca a la muerte de Felipe el Hermoso, aunque haya quien prefiera no escucharla. La pulmonía o la forma neumónica de la peste explican sus síntomas. Y a decir verdad, la peste estaba sacudiendo Castilla en esos años. La muerte de Isabel la Católica desencadenó una crisis económica y demográfica concentrada en este territorio hispánico, con años de malas cosechas, hambruna y pueblos «sitiados por la peste». Felipe pudo así contagiarse en sus numerosas relaciones extramatrimoniales o en sus visitas a prostíbulos de Burgos, donde era habitual el contacto con personas de higiene descuidada y la aparición de todo tipo de infecciones.

Una vez certificada su muerte, siguiendo instrucciones de Juana, los servidores flamencos del rey le vistieron con sus mejores galas, tras lo cual se instaló su cadáver en un trono para que presidiera simbólicamente los ritos religiosos. A continuación, se procedió a embalsamar el cuerpo. El corazón fue enviado inmediatamente a Bruselas y el cuerpo enterrado en la Cartuja de Miraflores, a pocos kilómetros de la ciudad, debido a la irrupción de la peste en Burgos.

Pero aquí no terminaron las ceremonias, sino todo lo contrario. Juana recordó de repente que el deseo de Felipe era ser enterrado en el Panteón Real de Granada. Ordenó desenterrarlo a la luz de las antorchas, pues decía que «una mujer honesta, después de haber perdido a su marido, que es su sol, debe huir de la luz del día». Cuando el obispo de Burgos recordó que los desenterramientos estaban prohibidos por ley, la reina ignoró sus advertencias y procedió a levantar la tumba. Juana pidió a los presentes, embajadores incluidos, que confirmaran que se trataba del cadáver de su marido, tras lo cual inició un espectáculo fúnebre en forma de gira por los pueblos de Castilla. Lo narra con claridad un testigo de aquellos días, Pedro Mártir de Anglería, también presente en el cortejo que escoltó los restos de Isabel la Católica hasta Granada:
En un carruaje tirado por cuatro caballos traídos de Frisia hacemos su transporte. Damos escolta al féretro, recubierto con regio ornato de seda y oro. Nos detuvimos en Torquemada… En el templo parroquial guardan el cadáver soldados armados, como si los enemigos hubieran de dar el asalto a las murallas. Severísimamente se prohíbe la entrada a toda mujer…
(…) Ni siquiera la muerte de su marido había liberado a Juana de sus celos enfermizos. Repudiaba la presencia femenina, por lo que llenó el cortejo de mujeres viejas y feas. De alguna forma esperaba que Felipe despertara en cualquier momento de aquel hediondo embrujo. Apenas había derramado una lágrima a su muerte, ni tampoco había cambiado su semblante durante la enfermedad; pero estuvo continuamente a su lado, dándole de comer y de beber ella misma, a pesar de estar embarazada. Ni de día ni de noche le abandonó. Ahora no se separaba del féretro y a veces lo destapaba para asegurarse de que seguía allí y dirigirle unas palabras. La «odisea macabra», «el lúgubre cortejo», «la comitiva de la reina loca» —o como quisieran llamarlo los atemorizados castellanos y los historiadores— se detuvo en Torquemada en las Navidades de 1506 para que Juana diera a luz a la última de sus hijas, Catalina. La bautizó así por aquella hermana pequeña que vivía en Inglaterra, también triste y alejada de sus familiares, y a la que paradójicamente no había hecho ni caso cuando visitó las islas.

Después de recuperarse del parto, la reina de Castilla reanudó el cortejo hasta bien avanzada la primavera. En una ocasión, Juana ordenó parar en un convento para tomarse un descanso. Al saber de la presencia de las religiosas, pues resultó ser un convento de monjas, la viuda de España entró en cólera y pidió que abrieran el féretro de Felipe a campo abierto y en medio de la noche. ¡Que no se atrevieran aquellas monjitas rurales a tocar el cadáver de su hombre! Durmió en una casucha en el campo y su séquito a la intemperie, porque prefería una pulmonía a dormir bajo el mismo techo que otras mujeres”.
César Cervera Moreno. Los Austrias. El Imperio de los chiflados. La Esfera de los Libros. Madrid. 2016. pp. 20-28.
Buen trabajo. Muy ameno y bien enfocado. Pradilla creo una instantánea de aquel traslado impresionante. Gracias Bárbara.
Muchas gracias José María. Sorprende la curiosa costumbre de ocultar una flor bajo el corpiño. Un cordial saludo.
Siempre interesantes las publicaciones que hace Doctora.
Es un gusto permanente leerle.
Saludos desde México.