“Las mujeres de Sevilla, en general, no son hermosas; pero en Sevilla vi, y la estuve contemplando durante una hora, en el café de América, a una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Tenía todo lo típico de la española, y algo más: expresión, la equivalencia de un alma, dos ojos que no eran sencillamente bellos sino variables como los ópalos, con veinte deleites distintos en un minuto. Era pequeña y muy blanca. Tenía prendidas sobre el negrísimo cabello, junto al eminente coco, las rosas amarillas; cubría sus espaldas un mantón pajizo; al verla deseaba uno que fuera siempre feliz.

Las mujeres sevillanas, si no son hermosas, son casi siempre guapas, ingeniosas, vivas, frescas. Tienen casi todas muy hermosos cabellos parecidos a las crines y la cola de un caballo árabe, y sus minúsculos pies llevan, al andar, sus cuerpos con singular donaire, pisando de plano, no alzándose de puntillas sobre ellos. En Sevilla, más que en parte alguna, se ve en la niña a la mujer madura, y pocas cosas me han impresionado tanto como esa gentecita brillante, fascinadora, a la vez natural y consciente, con gestos de mujeres crecidas, andando y vistiéndose como ellas, luciendo en miniatura cuanto de encantador tienen las graciosas mujeres sevillanas. Se nota en ellas más que en ninguna ese aire ligeramente preocupado que adoptan las niñas españolas, y que en algunas mujeres se profundiza hasta convertirse en una especie de melancolía trágica. Si pasáis a la caída de la tarde por el barrio de la Macarena, veréis tipos característicos de mujeres sevillanas. Criaturas fatales, extrañas, sombrías, que permanecen inmóviles en los umbrales de las puertas, luciendo flores de colores brillantes en los cabellos y mirando al extranjero entre curiosas y enfurecidas.

Hay una cualidad que da el toque final a la mujer española y que tan sólo en ella se advierte. Es una especie de ironía sonriente que parece penetrar su naturaleza entera; es la actitud del que, percatado de las cosas, no está del todo descontento de ellas, y adopta su punto de vista, y es lo bastante inteligente para tolerar el de otros, sin coquetería ni vanidad, completando así su naturaleza y no dejando en ella nada que sea difícil o vago.

En la mujer española, junto a mucha simplicidad y a mucho infantilismo, se encuentra a menudo la sutileza de la carne, esa especie de sutileza espiritual secundaria que proviene de una responsabilidad exquisita de los sentidos. Esta especie de delicadeza suple en la mujer la falta de muchas virtudes: la falta de conocimientos, de inteligencia y la provee del mismo refinamiento que las virtudes o conocimiento les hubiera podido proporcionar, constituyendo en ellas una especie de inteligencia profunda.

La mujer española es una niña, pero una niña que sabe mucho, y en sus alegrías, en sus pasiones, en su «humour», hay mucho de infantil. Hay en sus caras luces y sombras, colores ricos y matices entre orientales y occidentales, con la languidez y agudeza de ambas razas, y algo que marea en la calidad de su encanto. Están sus cuerpos tan llenos de energía que han inventado danzas frenéticas para imponer sus cuerpos al reposo, viven tan activamente que hasta las puntas de sus dedos han de moverse tocando las castañuelas…y estas danzas sevillanas constituyen parte tan integrante de las mujeres andaluzas como sus mantones o las flores con que se adornan o los abanicos que tan originalmente manejan.
Danza, mujer…

Todas las danzas españolas, y especialmente los bailes gitanos, tienen un origen sexual y expresan, como lo hacen las danzas orientales, pero menos crudamente, la pantomima del amor físico. En la típica danza gitana hay algo de picardía inocente y algo de maldad diabólica: los pasos automáticos del niño y la lasciva pantomima de un muy complicado arte erótico. Es un drama capaz de variaciones infinitas; un drama improvisado sobre un tema conocido. Un movimiento significa obscenidad, otro inocencia, siempre en equilibrio; de aquí proviene su extraordinario poder fascinador”.
Arturo Symons en Viajes de extranjeros por España y Portugal. Volumen V. Edición de José García Mercadal. Junta de Castilla y León. 1999. pp. 746-747.
La colección de veintiséis ensayos de Arthur Symons sobre los viajes en España, la vida en Londres y estancias en islas y costas de Francia, Inglaterra e Irlanda se publicó en los Estados Unidos en 1919.