“No se puede disentir en que Sofonisba Anguissola y Juana de Austria fueron un dúo que ayudó a la españolización de la reina. Una y otra, cada una según sus capacidades y gustos, no escatimaron esfuerzos, sabedoras le que la edad de Isabel era un condicionante demasiado significativo. Si bien parecía una anécdota, donde Isabel presentó verdaderos problemas, más discutibles que sus sinsabores coitales, fue acomodarse a las costumbres alimenticias de España. Aun cuando hasta el siglo XVI había una cierta similitud en las dietas francesas y españolas, con la boda de Enrique II y Catalina de Médici se produjeron cambios en el modo de «entender los negocios de la mesa», sobre todo por la influencia de la Duchesina y sus costumbres italianas.

Isabel pronto se empapó de una variedad de comidas muy estimulantes, donde algunas variedades de pasta se completaban con coq au vin, croque-monsieur, pot-au-feu, fromage de tête pate, bouillabise, blanquete de veau. En España, por el contrario, despuntaba un alimento que su consumo se alejaba de toda norma de prudencia, con el abuso como si fuera una doctrina con marchamo genético en la corte: la carne. A Isabel y sus damas francesas les sorprendió esta «dieta monocorde»: las carnes en todo tipo de variedades, y una falta de asiduidad en el consumo de frutas y verduras. Apenas tuvo la oportunidad de revelarse ante aquel dispendio cárnico, y habrá que agradecerle que introdujera en la mesa el uso de la forqueta, en una corte donde solamente se usaba la cuchara para tomar los caldos y la sopa, porque una vez trinchada la carne, se usaban las manos. En los tiempos de Isabel en España, los cocineros de la corte eran Johan de Miedes y Gaspar Fichel; ambos los preferidos del monarca. Ellos cocinaban la carne de caza y de corral con una soltura sorprendente, añadiendo a voluntad condimentos y especias. Ambos eran servidores directos de la Corona, tenían asignado un salario de 60.000 maravedís anuales, una cuantía idéntica a los médicos de Cámara, y unas prebendas diarias en gajes verdaderamente excepcionales, en comparación con otros servidores cualificados: cuatro panecillos de trigo, una azumbre de vino (2 litros y 16 ml), dos libras de vaca (1 kilo) y dos libras de carnero. Estos gajes debían atenuarse con la llegada de la Semana Santa, de modo que en el tiempo de la cuaresma y en los días de obligada vigilia recibían dos libras de pescado cecial[1] y ocho huevos.

Lo más desagradable para la reina era que su esposo comía con las mismas mañas que los cortesanos. Allí, en aquel territorio donde se dirimían las riendas del Estado, no había diferencia alguna en cuanto a las costumbres en la mesa; al menos, algunos de los comensales tenían la buena higiene de lavarse las manos con agua de limón al terminar las comidas. El pescado fresco, a excepción de algunos días de la vigilia cuaresmal, estaba poco extendido en la élite, mientras que estaba vedado por su carestía a las clases inferiores. Las hortalizas constituían un grupo de alimentos a los que se los veía con marcada indiferencia. El ajo, la cebolla, el pan de centeno, los puerros, las coles, las berzas y las berenjenas se consideraban como apropiados para ser consumidos por los pobres de misericordia y los animales de corral. Los huevos frescos, batidos con hipocrás[2], tampoco gozaban de mucha popularidad entre la élite, y cuando se tomaban era en las primeras horas de la mañana. En general, según las teorías hipocráticas y galénicas, se creía que los productos derivados de las aves resultaban dañinos para la salud. En lo que se refiere a las frutas, incluso las de temporada, tampoco gozaban de un notable predicamento; y así ocurría con los derivados de la leche.

Isabel se vio obligada a hacer un esfuerzo importante para añadir las carnes a su dieta, el mismo trabajo que debió emplear para olvidar a sus deliciosos quesos franceses, que ella añoraba en toda su extensión tan «blan-ches et doux». Los quesos castellanos, recios y con sabor perenne a oveja y cabra, le desagradaban, y en alguna ocasión, obligada para complacer en una merienda a Felipe II, tuvo náuseas y un despeño diarreico, de modo que desde aquel día ordenó que los retiraran de su dieta, esencialmente durante sus embarazos. Desde luego, en el otro lado de los Pirineos las labores culinarias eran más imaginativas y menos peligrosas para la salud”.
[1] El pescado cecial era pescado conservado mediante secado o salazón, destinado a poder consumirse durante largos periodos, especialmente en Cuaresma y días de vigilia, cuando la Iglesia prohibía comer carne.
[2] El hipocrás es una bebida alcohólica que se consumía mucho en la Edad Media y el Renacimiento en Europa, incluida España. No es un licor fuerte como el aguardiente, sino más bien un vino especiado y endulzado.
Antonio Martínez LLamas. El universo femenino de Felipe II. León. Ed. Eolas & Menoslobos. pp 357-358.