“Es a vos, hermana mía, a quien yo escribo esta última vez. Acabo de ser condenada, no exactamente a una muerte vergonzosa, eso es para los criminales, sino que voy a reunirme con vuestro hermano. Inocente como él, yo espero mostrar la misma firmeza que él en sus últimos momentos. Estoy tranquila como se está cuando la conciencia no tiene nada que reprocharnos, tengo un profundo dolor por abandonar a mis pobres hijos, vos sabéis que yo no vivo más que para ellos, y vos, mi buena y tierna hermana, vos que por amistad habéis sacrificado todo por estar con nosotros, en qué posición os dejo! Me enteré por los alegatos mismos del proceso que mi hija ha sido separada de vos, ¡Dios Mío! A la pobre niña no me atrevo a escribirle, ella no recibiría mi carta, ni siquiera sé si esta llegará hasta vos, reciba por medio de esta carta, para ellos dos mi bendición.

Espero que un día, cuando ellos sean mayores, se podrán reunir con vos y recibir por entero vuestras atenciones. Que ellos piensen en mí y que no deje yo de inspirarles, que los principios y el cumplimiento exacto de sus deberes sean la base fundamental de su vida, que su amistad y su confianza mutua les traigan felicidad, que mi hija sienta que con la edad que tiene, debe ayudar siempre a su hermano por medio de los consejos que la experiencia le habrá dado a ella más que a él y que la amistad entrambos lo puedan inspirar. Que mi hijo a su vez, le brinde a su hermana todas las atenciones, los servicios que la amistad pueda inspirar, que ellos sientan que, en cualquier situación en la que se puedan encontrar, no serán realmente felices si no están juntos, que tomen ejemplo de nosotros, de cómo en la desgracia nuestra amistad nos ha dado consuelo, y en la alegría hemos sido doblemente felices al poder compartirla y ¿dónde se pueden encontrar los mejores y los más queridos amigos que dentro de nuestra propia familia? Que mi hijo no olvide jamás las últimas palabras de su padre, que yo le repito expresamente: “Que no busque jamás vengar nuestra muerte”.

Tengo que mencionaros algo muy doloroso para mi corazón, sé muy bien que este niño os ha causado muchas penas, perdonadlo, querida hermana, pensad en la edad que tiene y también en lo fácil que resulta obligar a un niño a decir cosas que no conoce y que ni siquiera comprende, vendrá un día, espero, en que él no tendrá más que corresponderos con todas las recompensas posibles por vuestras bondades y ternuras para con ellos. Me queda confiaros mis últimos pensamientos, yo quisiera haber escrito desde el principio del proceso, pero no se me permitía escribir, la marcha ha sido tan rápida que ya no me dio tiempo.

Muero dentro de la Religión Católica, Apostólica y Romana, en la religión de mis padres, en la cual fui educada y que siempre he profesado, no teniendo ningún consuelo espiritual, ni siquiera he buscado si hay aquí sacerdotes de esta religión, en el lugar donde estoy se expondrían mucho. Pido sinceramente perdón a Dios por todas las faltas que haya podido comenter en mi vida. Espero que en su bondad Él tendrá a bien recibir mis últimos votos, así como los que vengo haciendo desde hace tiempo para que Él reciba mi alma en Su misericordia y Su bondad. Pido perdón a todos aquellos que conozco, a vos, hermana mía, en particular, por todas las penas que, sin querer, os haya podido causar. Perdono a todos mis enemigos el mal que me han hecho. Aquí, digo adiós a mis tías y a todos mis hermanos y hermanas, a mis amigos, la idea de separarme de ellos para siempre y su pena son uno de los mayores dolores que me llevo al morir, que sepan, al menos, que hasta mi último momento yo he pensado en ellos.

Adiós, buena y tan tierna hermana, ¿llegará esta carta a vuestras manos? Pensad siempre en mi, la envío un beso con todo mi corazón al igual que a mis pobres y amados hijos, ¡Dios Mío! Que desgarrador es dejarlos para siempre. ¡Adiós, Adiós! No me queda más que ocuparme de mis deberes espirituales pues, como no soy dueña de mis acciones, es posible que me traigan a un sacerdote pero yo protesto aquí que no le diré una sola palabra y que lo trataré como a un absoluto extraño.”

Esta carta fue escrita por María Antonieta el 16 de octubre de 1793, unas horas antes de ser conducida al cadalso. Estaba dirigida a su cuñada madame Elisabeth, pero nunca llegó a su destino. La misiva aparece firmada al final por algunos de los que la juzgaron y condenaron a muerte. La reina fue guillotinada en la plaza de la Revolución (actual plaza de la Concordia), comportándose con una gran dignidad hasta el último momento, según afirmaron hasta sus más acérrimos enemigos. Su cuerpo siguió el mismo destino que el de Luis XVI, fue arrojado a una fosa común en el cementerio de la Magdalena. Madame Elisabeth fue ejecutada en el mismo lugar el 10 de mayo de 1794. La hermana del rey confortó con sus palabras y gestos a todos los condenados junto a ella, demostrando un extraordinario aplomo y bondad.
Aún con los años transcurridos , sobrecoge….
Así es, impresiona mucho. Murió con gran dignidad.
Un fuerte abrazo Mari Carmen.
Que bonito tu trabajo y todo lo que escribes!!
Buenísimos todos los archivos.
Gracias !!!
Me puedo pasar días enteros leyendo estas historias de la Francia que adoro, contadas en forma tan amena y profesional por la doctora Rosillo. Muchas gracias
La humanidad ha sido tragica por los siglos de los siglos, en cualquier punto de nuestro mundo que tenga historia. La humanidad de hoy pierde el derecho a quejarse hasta de llorar, con todos estos antecedentes. Una carta que aún trasmite una energía sobrecogedora. Sentimientos de última hora en los que hay que creer. Gracias.