“Los ingleses gustan mucho de andar a caballo: los días festivos salen al campo a pasearse, y el que no tiene caballo propio, le alquila. Ya se conocen en España las sillas inglesas: el traje propio de un inglés que sale a correr consiste en un chaleco ajustado, unos calzones de ante muy largos, unas botas y una gorra de correo. Así se presentan también a las corridas de caballos que frecuentemente se ejecutan en este país. Éstas se hacen en una llanura, donde se forma un gran círculo de estacas clavadas a trechos: hecha la señal, parten a un tiempo los competidores, y en pocos minutos corren circularmente muchas millas, luciendo igualmente en esto la resistencia y ligereza de los caballos y el arte de los jinetes: el que llega antes al puesto, según las vueltas en que han convenido, es el vencedor. Estos juegos atraen mucho concurso, y corre mucho dinero de unas manos a otras, por las apuestas de los que compiten, y las traviesas de los apasionados. Los ingleses no hacen buena figura a caballo: en el paseo son desgarbados y sin gracia, y hacen movimientos, que más parece que ellos llevan el caballo, que no que el caballo los lleva a ellos: en la carrera, como sólo se trata de correr, es disculpable verlos echados sobre el cuello del caballo; le aplican la espuela de cuando en cuando, y corren con increíble velocidad. Los caballos son zanquilargos, enjutos y rabones.

Esta afición a cabalgar no está sólo reducida a los hombres; también las damas toman sus lecciones de picadero, y van a pasearse a caballo a los parajes más concurridos. No montan a horcajadas, sino a mujeriegas; llevan sus vestidos de caza, sus botas, su sombrerillo con plumas, que tiemblan al movimiento del caballo, audaque viris concurrere virgo. Pero perdónenme las inglesas: una mujer sobre un caballo no parece bien: cuando su sexo se nos presenta robusto, rígido y feroz, como en este caso, desaparecen la delicadeza y la timidez, que son los signos que le caracterizan. La mujer que gusta de domar caballos, despídase de enamorar corazones: toda acción de fuerza es extraña en ellas, y en tanto son amables, en cuanto nos parecen débiles. Así, por el contrario, cuando a un hombre nacido para los ejercicios robustos de su sexo, se le ve en la flor de su juventud, endeble y afeminado, metido entre los cristales de un coche, se hace indigno del cariño de una mujer. Sean ellas hermosas, sensibles, tímidas y delicadas; éstas son las armas que la naturaleza les concedió; nosotros, endurecidos en las fatigas, cedamos sólo a unos ojos y a una boca que sonríe suavemente, a cuya violencia deliciosa no hay corazón que no se rinda. Tal es su destino, tal es el nuestro.

No diré lo mismo de las inglesas que se ven continuamente en las calles y en los paseos dirigiendo un birlocho con dos caballos, porque no es aquélla una acción de fuerza viril, sino de inteligencia y destreza, ayudada por el arte. Una dama hermosa que atrae los ojos del concurso desde aquella altura, donde se la ve dirigir con fácil impulso dos caballos, que ceden a la rienda, y en presta carrera burlan la atención curiosa que la sigue, no es una mujer, es una deidad que se presenta a los hombres en carro de triunfo. Nada se ve en ella que anuncie la fatiga o el peligro: su hermosura la hace poderosa; y así como enamora los ánimos con su vista, así sujeta la ferocidad de los brutos al imperio de su voz.

(…) Una de las cosas que más admiran a un español que llega a Londres, es la poca sujeción que les da su grandeza a los más grandes personajes de la Corte, y la libertad de que gozan, habiendo sacudido la cadena intolerable de las ceremonias y la etiqueta. He visto al Príncipe de Gales, esto es, al heredero de la corona, paseándose a caballo con un amigo, como pudiera cualquier particular. Alguna vez, en visita, en casa del Marqués del Campo, con el uniforme de su regimiento, y otras, sin distinción alguna, con su sombrero redondo, frac y botas, sin criado, ni amigo que le acompañe, divirtiéndose con las estampas o muestras de modas que están a la vista en las tiendas. Con este traje se va a almorzar, cenar y beber a casa de sus conocidos y conocidas; con él se presenta frecuentemente en los teatros, y alguna vez se le ve sentado en el patio o en las galerías que ocupa el pueblo. Cuando asiste a las máscaras del Renelagh, lleva descubierto el rostro, a fin de evitar cualquier disgusto que podría originársele de no ser conocido. Habiendo citado estos ejemplos de quien, después del Soberano, es el primer personaje de la nación, ya debe inferirse que los demás príncipes y los señores del reino se portarán del mismo modo.”
Leandro Fernández de Moratín. Apuntaciones sueltas de Inglaterra. Madrid, Rivadeneyra, 1867. Moratín residió en Inglaterra entre 1792 y 1793, fruto de su estancia escribió sus “apuntaciones” que nos hablan de la sociedad británica con un fino sentido del humor.
Enlace a obra completa:
https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/apuntaciones-sueltas-de-inglaterra–0/html/