“El traje de novia blanco con corona y velo no es ninguna tradición antigua. La moda de la novia de blanco nació en el siglo XIX.
¿Cómo vestían antes las novias? Simplemente usaban sus mejores prendas; no había una moda. Ciertamente había novias ricas que vestían de blanco, como María de Médicis, que en 1600 casó con Enrique IV — los cronistas describen su vestido de seda blanco, bordado con hilo de oro, adornado con piedras preciosas y con una cola dorada. Pero María de Médicis no creó con ello ninguna moda blanca — según otros cronistas, María se casó con tanto oro sobre el vestido, que la seda blanca no podía verse —. A pesar de estos lujos, no puede decirse que tales atavíos fueran propios de las bodas. Durante siglos no hubo ningún color determinado para las novias, ni tampoco un estilo establecido; ni siquiera existió la idea del «traje de novia»

En Romeo y Julieta, de Shakespeare (1597), la condesa Julia Capuleto debe casarse por deseo de sus padres con el conde Paris. Julia tiene catorce años, que en su época era una edad adecuada para casarse. Todo estaba preparado desde hacía tiempo para una gran fiesta; se había contratado a los veinte mejores cocineros del país… pero la noche anterior a la boda, la madre de Julieta pregunta que vestido llevará la novia. Julieta examina con su doncella los arcones y escoge un vestido que no se describe — el tema está resuelto. La condesa Julia no iba a llevar ningún vestido nuevo, no era costumbre hacerlo—.

En El matrimonio de los Arnolfini (1434), de Jan van Eyck, podemos ver cómo se celebraban las bodas en el siglo XV. El cuadro es célebre no sólo como obra sobresaliente de la historia de la pintura, sino también porque es uno de los primeros que muestra, a personas reales en situaciones reales en lugar de santos. Los colores no son en él simbólicos, sino realistas. La señora Arnolfini se casó con un vestido pomposo de color verde luminoso. La pareja de novios dio su promesa matrimonial en su casa, lo cual era muy común entonces, y les bastó con un testigo. El testigo de este casamiento fue el pintor, como consta en una inscripción del cuadro, que no era sólo un recuerdo de la boda, sino más bien un acta de matrimonio.

El matrimonio era entonces algo parecido a un negocio, un negocio que sólo podía ser importante para las gentes adineradas; en el contaban los derechos hereditarios, reflejados en el cuadro con claro simbolismo: el novio da a la novia no la mano derecha, sino la izquierda — y los espectadores del cuadro sabían así que se trataba de un ‘matrimonio de mano izquierda», es decir: la novia renunciaba a los derechos hereditarios, se supone que en favor de los hijos de un matrimonio anterior del señor Arnolfini, bastante mayor que ella. La jovencísima novia (Giovanna Cenami) estaba a todas luces embarazada, pero no era ninguna mancha; al contrario: estaba excluido el riesgo de un matrimonio estéril; además el matrimonio virginal no era todavía un ideal. Sorprendentemente, los historiadores del arte no se cansan de afirmar que la novia no estaba embarazada, sino que sólo se seguía la moda de la época, según la cual el ideal de belleza lo encarnaban las mujeres de vientre hinchado.
Pero hay muchos datos que apoyan la tesis del embarazo: la novia coloca una mano sobre su vientre, gesto típico de la embarazada, que también en la pintura simboliza el embarazo. Y sobre todo: cualquier observador de aquella época podía reconocer enseguida que la novia no era virgen, pues lo evidenciaba su tocado. Las mujeres casadas llevaron durante siglos el cabello recogido, y en los lugares públicos una especie de velo colocado a modo de gorra o cofia. Por el contrario, en las pinturas religiosas se reconoce siempre a la Virgen por sus cabellos largos, lo propio en una mujer virgen. Pero la señora Arnolfini cubre su cabello, un cabello peinado de modo especial y propio de las mujeres casadas: recogido a izquierda y derecha como formando dos cuernos —dos cuernos del diablo que debían ahuyentar los celos de las esposas. Los espectadores actuales no encuentran del todo normal que una novia esté encinta y, por este motivo, creen que es poco probable que en aquella época, en que la moral era todavía más rígida, se pintase a una novia en estado. Pero la historia nos resuelve el misterio: cuando se pintó el cuadro de los Arnolfini no existía aún el matrimonio por la Iglesia, algo que hoy nos resulta difícil de creer.

«El matrimonio es un asunto mundano», sentenció Lutero, queriendo decir que el matrimonio no tiene nada que ver con la Iglesia. En la Iglesia católica hay siete sacramentos o acciones que infunden la gracia divina, y el matrimonio es uno de ellos, pero a diferencia de los del bautismo, la comunión, la eucaristía o la ordenación sacerdotal, el del matrimonio no lo otorga la Iglesia; simplemente los contrayentes se comprometen a llevar una vida que sea del agrado de Dios (en la Iglesia evangélica, sólo el bautismo y la eucaristía son sacramentos). Como la Iglesia no casaba, era indiferente cuándo la novia quedase embarazada.

La influencia de la Iglesia en las bodas empezó con el concilio de Trento (1545-1563). Entonces se dispuso que todo matrimonio se celebrase ante un párroco. Pero la ceremonia no tenía lugar en el interior de la iglesia, sino delante del pórtico. Hasta el siglo XIX, las personas de «buena familia» no se casaban ni siquiera delante del pórtico, sino en su domicilio particular o en algún salón, adonde acudía el párroco para oficiar el enlace. Allí se levantaba un altar provisional, que inmediatamente después de la ceremonia se retiraba para seguir con el banquete y el baile.

Poco a poco fueron estableciéndose los rituales de las ceremonias religiosas, pero no así la moda en la vestimenta. Mientras hubo normas sobre los colores de los trajes, las Iglesia las apoyó, y todo lujo era condenado. Un vestido para usarlo sólo un día era pecado. Para esta ocasión, las mujeres vestían sus mejores prendas. Entre las damas de la corte del rococó, lo más común eran los vestidos de baile muy escotados; entre las novias campesinas, el traje de los domingos; y las mujeres de la burguesía vestían casi siempre de seda negra.
En la novela de Charlote Bronte, publicada en 1847, Jane Eyre, la protagonista, institutriz de una casa rica, posee exactamente tres vestidos: uno para el verano, otro para el invierno y un tercero para ir a la iglesia. Y para la boda recibe un vestido nuevo de lana gris.
La primera mujer que se casó conforme a la moda actual fue la novia más famosa del siglo XIX: la reina Victoria de Inglaterra, que en 1840 contrajo matrimonio con el príncipe Alberto de Sajonia-Gotha. La reina vistió un traje de satén natural blanco y algo que causó sensación: un velo de novia. Una novia con velo en la cabeza era algo nuevo, pues el velo sólo se llevaba después de la boda.

El velo de novia de Victoria se interpretó entonces como el velo de una monja, de modo que ella se presentaba ante el altar como novia de Cristo. Pero tras el deseo de la reina de llevar velo había otra intención: quería apoyar a la industria inglesa de los encajes, que luchaba contra su competidora francesa. El deseo de la reina se cumplió, y su velo de novia hizo furor. Luego, la reina llevó siempre en la cabeza lo que parecía un pequeño pañuelo de encaje.

Cuando, en 1853, se casó el emperador Napoleón III, su novia, Eugenia, llevó también un velo blanco. La muy elegante Eugenia eligió para su vestido un tejido poco habitual: terciopelo blanco. En aquella época, las novias reales determinaban la moda mucho más de lo que lo hacen hoy. Pero la nueva preferencia por el traje de novia blanco era también expresión del espíritu de la época. En 1808, Jacquard puso en el mercado la primera máquina tejedora, lo que abarató notablemente los tejidos. Y a partir de 1830 fueron apareciendo las primeras máquinas de coser. Con un traje de novia blanco, muchas mujeres podían realizar su sueño de ser reinas al menos por un día.

Pero la mayoría de las mujeres piensa de manera más práctica de lo que se cree. Examinando fotografías antiguas de bodas puede observarse que, hasta 1950, las novias prefirieron el práctico traje de seda negra, que luego podían volver a vestir en todas las fiestas, pero eso sí, con el velo blanco. Aunque los vestidos de novia son cada vez más asequibles, incluso los más vistosos, son muchas las novias que hasta hoy han renunciado al sueño de casarse de blanco”.

Eva Heller. Psicología del color. Cómo actúan los colores sobre los sentimientos y la razón. Editorial Gustavo Gili, S.L. Barcelona. 2008. pp. 173-175.
Enhorabuena por tu excelente publicación.
Saludos.