“Esta abigarrada muchedumbre que puebla las calles de Moscú ofrece el espectáculo más desconcertante del mundo. En general, es un pueblo mal vestido. Cada cual cubre sus carnes con lo que buenamente puede y se adorna según su libérrimo capricho. La uniformidad del traje que se observa en las grandes ciudades occidentales es desconocida aquí. Hay un uniforme ciudadano —el de los comunistas—, pero sólo una minoría lo ha aceptado. La gente de Moscú, esos tipos desarraigados por la revolución y empujados por la necesidad, esas bandas de chinos miserables, esos grupos de campesinos que vienen a pedir trabajo en las inexistentes fábricas, esa antigua clase media convertida por fuerza en clase proletaria, viste de la manera más sorprendente del mundo. Al lado de las prendas locales más características, las telas de colores vivos del Cáucaso y de Crimea, los viejos trajes ingleses, los hábitos oscuros de los judíos y las camisas norteamericanas.

Hay, además, un fenómeno muy curioso. Durante los primeros años de la revolución, fueron proscriptos inexorablemente todos los atavíos burgueses. Como por ensalmo, desaparecieron los chaqués y los esmóquines, los vestidos femeninos llenos de encajes y adornos y los sombreros con plumas y abalorios que por entonces se usaban. Todo esto era demasiado peligroso llevarlo en los años del comunismo de la guerra, y quedó cuidadosamente guardado.

Pero ha pasado el tiempo; el bolchevismo, firme ya, puede permitirse alguna tolerancia; hay un indudable renacimiento de los gustos burgueses como consecuencia de las inevitables concesiones a la burguesía, y aquella pobre gente de la clase media, que durante diez años ha tenido que vestirse con la sobriedad comunista, empieza a sacar tímidamente las viejas prendas tan amadas.

El espectáculo es sorprendente. Después de diez años, nos encontramos de súbito en Moscú con una mujer vestida irreprochablemente a la moda que se llevaba en Londres o en París al final de la guerra. Estas pobres mujeres de la clase media creen que, después de los once años de régimen comunista, la moda de Occidente sigue siendo la misma y portan bizarramente sus toaletas anticuadas con una inconsciencia que da pena. ¡Pobre gente!

El comunismo, que aspira a ser tanto como un sistema económico, una norma moral, se preocupó desde el primer momento de proporcionar al pueblo, a más de lo indispensable, el modo de satisfacer la humana necesidad de esparcir el ánimo honestamente; la deshonestidad, para los que puede ofrecer al pueblo: cinematógrafo, bandas de música y orquestas, exhibiciones de artes plásticas, curiosas demostraciones industriales, todos los entretenimientos instructivos; hay, además, en el parque pequeños campos de deporte con anillas, barras, paralelas y trapecios de los que los transeúntes se cuelgan al pasar para hacer unas flexiones automáticamente, con la misma indiferencia litúrgica con que los fieles católicos toman el agua bendita al entrar en las iglesias. El culto al deporte es ya entre los bolcheviques una verdadera liturgia. Con cualquier pretexto, el joven comunista se aligera de ropa y se pone a hacer gimnasia allí donde le place.

En los primeros años de la revolución, las campañas de propaganda de la higiene y el deporte dieron ocasión a graciosos excesos. Por ejemplo:
A las orillas del Moscova acudía una gran muchedumbre de hombres y mujeres para bañarse. Estos bañistas consideraron que el taparrabos era un prejuicio burgués y lo suprimieron. Desnudos como su madre los pariera entraban en el agua y salían de ella, merodeaban por los jardines y se tumbaban al sol en los muelles. Pero un día pensaron que esto de andar desnudos por las orillas del Moscova y vestidos por el centro de Moscú era también un prejuicio burgués. En el desnudo no hay ninguna deshonestidad, y un buen comunista podía mostrar su desnudez en la Plaza Roja sin que nadie tuviera derecho a escandalizarse.

Siguiendo este razonamiento, uno de aquellos bañistas del Moscova subió una mañana al tranvía y se presentó en las calles céntricas con su paradisíaco atavío. Según la propaganda comunista en cuestiones de moral, esto era perfectamente lícito, y tras aquel revolucionario se lanzaron otros muchos. Las calles de Moscú empezaron a verse salpicadas de ciudadanos perfectamente en cueros que subían a las plataformas de los tranvías y entraban en los restaurantes con la misma indiferencia que si portasen el más correcto chaqué.
Para evitar este grotesco espectáculo, las autoridades comunistas, que no podían invocar razones de moral, tuvieron que hacer una enérgica campaña sanitaria y decir a los practicantes del desnudo que su desnudez les exponía al contagio de terribles e innumerables enfermedades de la piel. Había que vestirse para subir a los tranvías e ir al cine, pero no por ningún prejuicio burgués, sino para reservarse de la sarna. Gracias a este arbitrio, Moscú no se convirtió durante el verano en una colonia centroafricana.

En los parques y jardines hay todavía cierta libertad. Esta propensión del ruso a desnudarse es inalienable. Pero, en fin, se contentan con quedarse en camiseta. En camiseta de sport hay mucha gente que hace la vida de sociedad en Moscú”.

Manuel Chaves Nogales. La vuelta a Europa en Avión. Barcelona. 2012.
Los artículos que componen «La vuelta a Europa en avión» se publicaron por primera vez en el Heraldo de Madrid en 1928.