“El estatuto legal de la mujer ha permanecido más o menos inmutable desde comienzos del siglo XV hasta el XIX; pero, en las clases privilegiadas, su situación concreta evoluciona. El Renacimiento italiano es una época de individualismo que se muestra propicio a la eclosión de todas las personalidades fuertes, sin distinción de sexos. Se encuentran en el mismo mujeres que son poderosas soberanas, como Juana de Aragón, Juana de Nápoles, Isabel de Este; otras fueron aventureras «condottieras», que tomaron las armas igual que los hombres: así, la mujer de Giralomo Riario luchó por la libertad de Forli; Hippolita Fioramenti mandó las tropas del duque de Milán, y durante el sitio de Pavía condujo a las murallas a una compañía de grandes damas. Para defender a su ciudad contra Montluc, las sienesas constituyeron tres tropas de tres mil mujeres cada una, mandadas por mujeres.

Otras italianas se hicieron célebres por su cultura o su talento, tales como Isara Nogara, Verónica Gambara, Gaspara Stampara, Vittoria Colonna (que fue amiga de Miguel Angel) y, sobre todo, Lucrecia Tornabuoni, madre de Lorenzo y Juliano de Médicis, que escribió, entre otras cosas, himnos y una vida de San Juan Bautista y de la Virgen. Entre aquellas mujeres distinguidas están en mayoría las cortesanas; uniendo a la libertad de las costumbres la del espíritu y, asegurándose con el ejercicio de su oficio una autonomía económica, muchas de ellas eran tratadas por los hombres con deferente admiración; protegían las artes, se interesaban por la literatura, la filosofía, y frecuentemente ellas mismas escribían o pintaban: Isabel de Luna, Catarina di San Celso, Imperia, que era poetisa y música, renuevan la tradición de Aspasia y de Friné. Para muchas, sin embargo, la libertad solo toma todavía la figura de la licencia: las orgías y los crímenes de las grandes damas y de las cortesanas italianas son legendarios.

Esta licencia es también la principal libertad que se encuentra en los siglos siguientes entre las mujeres a quienes su rango o su fortuna emancipan de la moral al uso, la cual sigue siendo en general tan rigurosa como en la Edad Media. En cuanto a las realizaciones positivas, todavía no le son posibles más que a un número muy reducido. Las reinas siempre son mujeres privilegiadas: Catalina de Médicis, Isabel de Inglaterra, Isabel la Católica son grandes soberanas. También se hacen venerar algunas grandes figuras de santas. El asombroso destino de Santa Teresa de Jesús se explica más o menos de la misma manera que el de Santa Catalina: de su confianza en Dios extrae una sólida confianza en sí misma; al llevar al punto más elevado las virtudes que convienen a su estado, se asegura el apoyo de sus confesores y del mundo cristiano: puede superar la condición común de una religiosa; funda monasterios, los administra, viaja, emprende, persevera con el denuedo aventurero de un hombre; la sociedad no le opone obstáculos; ni siquiera escribir es una audacia: sus confesores se lo ordenan. Santa Teresa pone brillantemente de manifiesto que una mujer puede subir tan alto como un hombre cuando, por un sorprendente azar, se le presentan las mismas oportunidades que a un hombre.

Pero de hecho tales oportunidades siguen siendo muy desiguales; en el siglo XVI las mujeres son todavía poco instruidas. Ana de Bretaña llama a muchas mujeres a la corte, donde en otro tiempo solamente se veían hombres; se esfuerza por formar un cortejo de damas de honor, pero se preocupa de su educación más que de su cultura. Entre las mujeres que poco más tarde se distinguen por su inteligencia, su influencia intelectual, sus escritos, la mayor parte de ellas son grandes damas: la duquesa de Retz, madame de Lignerolle, la duquesa de Rohan y su hija Anne; las más célebres son princesas: la princesa Margot y Margarita de Navarra. Perette du Guillet parece ser que fue una burguesa; pero Louise Labbé fue sin duda una cortesana: en todo caso, era mujer de una gran libertad de costumbres. En el dominio intelectual es donde esencialmente siguieron distinguiéndose las mujeres en el siglo XVII; se desarrolla la vida mundana y se difunde la cultura; el papel que las mujeres representan en los salones es considerable; por lo mismo que no están comprometidas en la construcción del mundo, disponen del ocio suficiente para dedicarse a la conversación, a las artes, a las letras; su instrucción no está organizada, pero a través de pláticas, lecturas, enseñanza de preceptores privados o conferencias públicas, logran adquirir conocimientos superiores a los de sus esposos: mademoiselle de Gournay, madame de Rambouillet, mademoiselle de Scudéry, madame de La Fayette, madame de Sévigné, gozan en Francia de una vasta reputación; y fuera de Francia, parecido renombre acompaña a los nombres de la princesa Elisabeth, de la reina Cristina, de mademoiselle de Schurman, que mantiene correspondencia con todo el mundo sabio.

Merced a esta cultura y al prestigio que les confiere, las mujeres logran inmiscuirse en el universo masculino; del terreno de la literatura, de la casuística amorosa, muchas mujeres ambiciosas se deslizan al de las intrigas políticas. En 1623 el nuncio del papa escribía: «En Francia, todos los grandes acontecimientos, todas las intrigas de importancia, dependen frecuentemente de las mujeres.» La princesa de Condé fomenta la «conspiración de las mujeres»; Ana de Austria está rodeada de mujeres cuyos consejos sigue de buen grado; Richelieu presta complaciente oído a la duquesa D’Aiguillon; sabido es el papel que representaron, en el curso de la Fronda, madame de Montbazon, la duquesa de Chevreuse, mademoiselle de Montpensier, la duquesa de Longueville, Anne de Gonzague y tantas otras.

En fin, madame de Maintenon dio un deslumbrante ejemplo de la influencia que puede ejercer en los asuntos de Estado una diestra consejera. Animadoras, consejeras, intrigantes, las mujeres se aseguran el papel más eficaz de una manera indirecta: la princesa de los Ursinos gobierna en España con más autoridad, pero su carrera es breve. Al lado de estas grandes damas, en el mundo se afirman algunas personalidades que escapan a las coacciones burguesas; se ve aparecer una especie desconocida: la actriz. En 1545 es cuando se señala por primera vez la presencia de una mujer en un escenario; todavía en 1592 no se conocía más que a una; al comienzo del siglo XVII, la mayor parte de ellas son esposas de actores; pero en seguida se independizan en su carrera, al igual que en su vida privada. En cuanto a la cortesana, después de haber sido Friné e Imperia, halla su más acabada encarnación en Ninon de Lenclos: al explotar su feminidad, la supera; al vivir entre los hombres, adquiere cualidades viriles; la independencia de sus costumbres la inclina a la independencia del espíritu: Ninon de Lenclos ha llevado la libertad al punto más extremo que a la sazón le era permitido llevarla a una mujer. En el siglo XVIII, la libertad y la independencia de la mujer aumentan aún más.

Las costumbres siguen siendo en principio severas: la joven no recibe más que una educación somera; se la casa o se la mete en un convento sin consultarla. La burguesía, clase en ascenso y cuya existencia se consolida, impone a la esposa una moral rigurosa. Pero, a modo de desquite, la descomposición de la nobleza permite a las mujeres de mundo las más grandes licencias, y hasta la alta burguesía resulta contaminada por tales ejemplos; ni los conventos ni el hogar conyugal logran contener a la mujer. Una vez más, para la mayoría, esa libertad sigue siendo negativa y abstracta: se limitan a buscar el placer. Pero las que son inteligentes y ambiciosas se crean posibilidades de acción. La vida de salón adquiere nuevos vuelos: bastante conocido es el papel representado por madame Geoffrin, madame Du Deffand, mademoiselle de Lespinasse, madame d’Epinay, madame de Tencin; protectoras, inspiradoras, las mujeres constituyen el público preferido del escritor; se interesan personalmente por la literatura, la filosofía, las ciencias: al igual que madame de Châtelet, tienen su gabinete de física, su laboratorio de química: experimentan, disecan; intervienen más activamente que nunca en la vida política: sucesivamente, madame de Prie, madame de Mailly, madame de Châteauneuf, madame de Pompadour, madame Du Barry gobiernan a Luis XV; apenas hay ministro que no tenga su Egeria; entonces es cuando Montesquieu estima que en Francia todo se hace por las mujeres, que constituyen, dice él, «un nuevo Estado dentro del Estado»; y Collé escribe, en vísperas de 1789: «Se han impuesto de tal modo a los franceses, los han subyugado de tal manera, que estos solo piensan y sienten a través de ellas.»

Al lado de las mujeres de la buena sociedad hay también actrices y mujeres galantes que gozan de vasto renombre: Sophie Arnould, Julie Talma, Adrienne Lecouvreur. Así, pues, durante todo el Antiguo Régimen, el dominio cultural es el más asequible para las mujeres que tratan de afirmarse. Ninguna, empero, ha llegado a las cimas de un Dante o un Shakespeare; este hecho se explica por la mediocridad general de su condición. La cultura no ha sido jamás sino patrimonio de una elite femenina, no de la masa; y es de la masa de donde han surgido con frecuencia los genios masculinos; las mismas privilegiadas encontraban a su alrededor obstáculos que les cerraban el paso a las grandes cimas. Nada podía detener el vuelo de una Santa Teresa, de una Catalina de Rusia; pero mil circunstancias se concitaban contra la mujer escritora.

En su obrita A room of one’s own, Virginia Woolf se ha divertido al imaginar el destino de una supuesta hermana de Shakespeare; mientras él aprendía en el colegio un poco de latín, gramática, lógica, ella permanecía en el hogar sumida en completa ignorancia; mientras él cazaba furtivamente, recorría los campos, se acostaba con las mujeres de la vecindad, ella fregaba y remendaba bajo la vigilancia de sus padres; si hubiese partido audazmente, como él, para buscar fortuna en Londres, no habría llegado a convertirse en una actriz que se ganase libremente la vida; o bien habría sido devuelta a su familia, que la casaría a la fuerza, o bien, seducida, abandonada, deshonrada, se habría matado de desesperación. También podemos imaginarla convertida en una alegre prostituta, una Moll Flanders, como la pintada por Daniel de Foe; pero en ningún caso habría dirigido una compañía de cómicos o escrito dramas. En Inglaterra, observa V. Woolf, las mujeres escritoras siempre han suscitado hostilidad. El doctor Johnson las comparaba a «un perro que camina sobre las patas traseras: no lo hacen bien, pero es asombroso». Los artistas se preocupan más que cualquier otro por la opinión de los demás; las mujeres dependen de ella en grado sumo, y así se concibe qué fuerza necesita una mujer artista para atreverse a prescindir de ella; a menudo se agota en la lucha.”
Simone de Beauvoir. Extracto de El segundo sexo. 1949.