“El vértice de la pirámide lo ocupaba el soberano, por supuesto. Luego venían los caballeros, en ese orden. A estos los seguían los ciudadanos, que, en aquel entonces, eran los comerciantes adinerados y similares, es decir, la burguesía. Luego estaban los vasallos —o sea, pequeños granjeros y propietarios— y , finalmente, los artesanos y peones.

Las Leyes Suntuarias, como eran llamadas, estipulaban tan precisa como absurdamente quién podía vestir qué y cómo. Una persona con unos ingresos de unas veinte libras anuales podía usar un jubón de satén, pero no una túnica del mismo material, en tanto que quien ganaba unas cien libras al año podía usar todo el satén que le viniera en gana, pero, el terciopelo, solo en sus jubones y en ninguna prenda exterior, y siempre que el terciopelo no fuese carmín o azul, colores reservados a los caballeros de la Orden de la Jarretera y a sus superiores. Las calzas de seda, en cambio estaban reservadas a los caballeros y a sus primogénitos, así como a algunos enviados y miembros del séquito —pero no a todos ellos—. También se estipulaba la cantidad de género que podía emplearse en la confección de determinado artículo de vestir, si podía hacer pliegues o no y una lista prácticamente interminable de variantes similares.

En parte, estas leyes velaban por la salud de las finanzas nacionales, puesto que la mayoría de las restricciones afectaban a los tejidos importados. Por esta misma razón, durante un tiempo existió un Decreto de Gorros (Statute of Caps), encargado de apoyar a los fabricantes de gorros locales en una época en que la crisis llevó a la gente a preferir los gorros a los sombreros. Por motivos no del todo claros, los puritanos se opusieron a esta ley, y a menudo eran multados por infringirla. De todos modos, no da la sensación de que el seguimiento de la mayoría de las restantes Leyes Suntuarias fuese muy estricto; no obstante, aunque los registros apenas documentan procesos penales por tales motivos, estos constaron en los libros hasta 1604.

También la alimentación estaba sujeta a regulaciones parecidas: según cuál fuera el estatus de los comensales, podían servirse más o menos platos durante la comida. Mientras que a un cardenal se le permitían hasta nueve platos, quienes ganaban de cuarenta libras anuales (es decir, el grueso de la gente) no podían pasar de los dos platos, sopa a parte. Por suerte, desde la ruptura de Enrique VIII con Roma, quien comiera carne en viernes ya no se enfrentaba a la horca, si bien la pena por hacerlo en Cuaresma era de tres meses de cárcel. Las autoridades eclesiásticas podían vender dispensas de las penitencias de Cuaresma, cosa que hacían con gran provecho de su parte. No deja de ser sorprendente que la demanda de dispensas fuera tan grande, teniendo en cuenta que muchas variedades de carne de digestión más ligera, como la de ternera, pollo y otras aves, solían contabilizarse como pescado.”
Bill Bryson. Shakespeare. Madrid. RBA BOLSILLO. 2006. pp. 41-43.