“La mujer, lo he advertido repetidamente en estos apuntes, posee un fondo tenaz, indiferenciado: manso e inalterable como el curso de la Naturaleza. Antes de ser fiel al marido —con fidelidad mucho más corriente que la masculina—es fiel a sí misma, y a su sexo, y a las formas típicas de la vida social. La mujer posee como una nativa monogamia sustancial e íntima. Su versatilidad aparente no es, pues, sino un pequeño desquite de menudas infidelidades en la breve zona que le queda, en su alma y su vida, libre y no acotada por la más dura fidelidad. Se arrepiente del bolso que desahogo, para no arrepentirse nunca de Dios, del marido, de los dogmas, de los prejuicios. El más claro campo de experimentación para conocer el equilibrio de estas dos fuerzas de variación y constancia que trabajan el alma de la mujer, es la «moda»: expresivo fenómeno de típica raíz femenina, que hemos de aprovechar otra vez en este capítulo para aclaración de esta parte de nuestro estudio.

La «moda» nace de esa tendencia radical de la mujer a buscarse un leve desquite de versatilidad para equilibrar su innata fidelidad sustancial. Pero en ella puede observarse lo débil y asustadiza que es esa tendencia hacia lo versátil, puesto que la «moda» es una versatilidad que acaba improvisando en seguida una fidelidad más exigente. La moda es una forma «de distinción» que produce rápidamente una absoluta homogeneidad; una forma de libertad que engendra esclavitud: «las esclavas de la moda». La mujer necesita variar de figurín cada invierno, puesto que no piensa variar de marido, ni de creencias, ni de oraciones, ni de costumbres. Pero en seguida se asusta de su rebeldía, y acaba organizando en torno del nuevo figurín una sumisión tan rígida como la que pueda tener a la costumbre, el marido o la fe.

Por eso es indudable que la mayor fidelidad y policromía de «la moda» —es decir, la mayor expansión de la tendencia femenina de versatilidad— se da en las épocas o zonas de la vida en que la mujer vive en un mundo más cerrado de normas inalterables. Parece ser que entre las moras encerradas en sus harenes es donde florece una mayor y más cambiante fantasía de colores, joyas y telas, Parece ser que Aixa se arriesga hasta la temeridad, desde su encierro, para conocer la última gala que lució Fátima, la encerrada vecina a la que nunca vio. Y es evidente que en aquel hermético perímetro del salón de Rambouilet, apretado de normas y rigideces, es donde las fantasías femeninas improvisaron esa inigualada cantidad de piruetas en los modos de vestir y de decir, que Molière castigó tan saladamente en sus «preciosas ridículas». Si no fuera heterodoxo, habría que suscribir la maliciosa interpretación que da al pecado de Eva aquel humorista sajón, que más que a la serpiente y a la manzana lo atribuye a maligno afán de romper a monotonía del Paraíso y a Gracia, con una picante versatilidad de pieles y hojas verdes combinadas de maneras infinitas sobre su recién advertida desnudez. Según esa versión suavemente herética, Eva pecó «para variar»: para tener un inicial guardarropa. Todavía las tres cuartas partes de los pecados de Eva siguen siendo explicados por esa voraz exigencia del guardarropa femenino.

Por eso, en cambio, cuando es menor la rigidez y constancia de la vida cotidiana, se rebaja en muchos grados, falta de la contraria fuerza que ella trata de equilibrar, el interés femenino por la «moda». Jorge Simmel ha anotado que en el instante del Renacimiento, cuando la mujer adquirió una novísima libertad para su cultivo y expansión, el fenómeno de «la moda» perdió gran parte de su importancia. No hay en el Renacimiento, cuando las mujeres, de pronto, se dieron a aprender latín, hacer versos y salir y entrar, grandes extravagancias ni preocupaciones en el campo de la moda. También es esta perezosa, lenta para crearse y extenderse, en la Norteamérica actual. Y es que cuando va siendo ya tan fácil variar de marido empieza a no valer la pena el variar de peinado. Testimonio de esa inconsistencia y falta de calado de la volubilidad femenina es su propia incongruencia, su propia arbitrariedad, que denuncia su frágil sustancia de burbuja, espuma o cambiante de luz. Se puede llegar a resultados positivos investigando la raíz u origen de las formas y estilos en el mundo masculino. Así, el historiador de la Marina que investigue por qué todos los almirantes del mundo llevan corbata negra, podrá concluir con cerrada certeza que es porque la Marina inglesa, modelo de todas, decidió un día llevarla como luto por Nelson. Pero aplicar este método histórico al origen de las modas femeninas es inútil y sólo conduce al desconcierto. Todavía en el mundo masculino es cierto que porque el rey Eduardo se dobló un día los pantalones para entrar en una cuadra, nació ese doblez que aún conserva el pantalón universal.

Pero ¿qué origen tiene cada monería y cada sesgo de la moda femenina? Tal vez aquel peinado nació del gesto de aquella famosa bailarina sudorosa que una tarde de verano se remangó el pelo para bailar; tal vez el guardainfante lo creó el pudor de una princesa que quiso ocultar su gravidez. Más allá de estas breves insinuaciones eruditas todo es caos e incongruencia. Cuando no es contradicción radical, como aquellos lunares en el pecho de las elegantes francesas del XVIII, llamados «a lo Massillons» porque el célebre predicador censuró un día desde el púlpito como artilugio diabólico los que se pintaban en la cara, diciendo: «Ya en ese camino de perdición, ¿por qué no os los pintáis también en el pecho?» Desgraciada figura retórica que al día siguiente las elegantes tomaron por iniciativa para una nueva moda. Tan inconsistente es la sustancia de la moda femenina, que es la única forma de versatilidad en el mundo que se busca y se crea voluntaria y sistemáticamente. ¿Hay paradoja mayor, si se para la atención en ello, que la existencia de una oficina misteriosa donde unos dibujantes están creando «la moda»? Organizar lo arbitrario, codificar el azar, es la operación más inesperada que ha podido ocurrírsele al ser humano. Sin embargo, al principio de cada estación hay a la puerta de esos despachos una inacabable fila de femenina clientela esperando a que «la digan qué es lo que tiene que gustarle para la temporada próxima». Es la prueba más evidente de la poca raíz del fenómeno. Nadie transfiere a una decisión ajena sus gustos ni sus opiniones fundamentales. La mujer espera a que le dicten su «último figurín» precisamente porque ella se tiene dictada a sí misma hace tiempo el rígido figurín eterno de su vida esencial.”
José María Pemán. De doce cualidades de la mujer. Ediciones Alcor. Madrid. 1947. pp.121-127.

Gran artículo Bárbara ! Me hace pensar que la mujer es rebelde por naturaleza y lo manifiesta a través de la moda en muchas ocasiones