“Para añadir animación a este rostro, para infundirle una vida artificial, se dispone del colorete, cuya elección es asunto de la mayor importancia. Porque no sólo se trata de «estar pintadas»: el «quid» reside en ponerse un colorete «que diga algo». Además, es necesario que la pintura defina a quien la lleva: el colorete de las damas de calidad no es el mismo que el de las damas de la Corte; el de las burguesas no es el de ninguna de éstas, ni tampoco el de las cortesanas: es apenas una pizca, un leve matiz de arrebol. En Versalles, al contrario, las princesas lo usan de un rojo vivísimo y exigen que el colorete de las damas que hacen su presentación en la Corte sea ese día más acentuado que de costumbre. No obstante, ese colorete deslumbrador de la Regencia, que empurpura los retratos de Nattier es debido sin duda al «rojo de Portugal en taza», va desapareciendo en el reinado de Luis XV, y sólo se deja ver en las mejillas de las actrices como una «mancha brutal» que Boquet no olvida en ninguno de sus figurines para los trajes de Opera.

Pero su uso es general y es un objeto de consumo tan grande que, en junio de 1780, una compañía ofrece cinco millones al contado por obtener el privilegio de vender un colorete de calidad superior a la de todos los coloretes conocidos hasta entonces. Y al año siguiente, el caballero de Elbée, que calculaba en más de dos millones de botes la venta anual, pedía que un impuesto de veinticinco sueldos gravase cada pote para formar con su producto pensiones en favor de las mujeres y viudas de oficiales menesterosos. Se hicieron durante el siglo diversas tentativas para variar el colorete. París anduvo interesado seis u ocho días por uno, color lila, que hizo su aparición en los jardines del «Palais Royal».

Luego apareció otro que se puso de moda: el serkis, del mismo tono que los demás. pero cuyo fabricante afirmaba que era más suave y sin ningún peligro para el cutis porque en su elaboración intervenía el serkis, usado según el Korán por las huríes celestes y que daba a las favoritas de los serrallos «la piel aterciopelada de la juventud». Al serkis sucedió el famoso colorete de madame Martin.

Una vez elegido, puesto y graduado el arrebol, la pintura de la cara no quedaba completa: faltaba darle animación y gracejo, sembrando a capricho, con una coquetería incitante, esos pedacitos de tela engomada llamados por los poetas «‘moscas en la leche»: las mouches. Las «últimas pinceladas» consistían en buscar y encontrar el sitio más adecuado para cada uno de los lunares postizos, cuya variedad era grande, pues los había en forma de corazón, de luna llena o en creciente, de estrella, de lanzadera. Y qué tacto se ponía en la colocación de aquellos «señuelos del amor», que provenían de la famosa casa de Dulac, en la calle Saint-Honoré, y se llamaban: el burlón, el mil besos, el equívoco!… Las reglas exigían que el asesino se fijase en el rabillo del ojo, el majestuoso en la frente el alegre donde se produce el pliegue de la risa, el galante debajo de los pómulos y el coqueto, llamado también precioso y picarón, muy cerca de los labios… Pero la moda iba más lejos: algunas mujeres llevaban sobre la sien derecha lunares de terciopelo del tamaño de una monedita. En cierta ocasión, esa mouche extraordinaria apareció sobre la sien de la encantadora madame Cazes, rodeada de diamantes”.

Edmundo y Julio de Goncourt. La mujer en el siglo XVIII. Editorial Peuser. Buenos Aires. 1946. pp. 194-196.