“En A History of Makeup, Maggie Angeloglou menciona el famoso caso de un ama de casa de San Luis (Misuri) que compró varias botellas de Flor de Juventud, se lo aplicó de forma concienzuda y en 1877 murió por envenenamiento con plomo. No era la primera ni mucho menos. El albayalde se había empleado generosamente en cremas faciales y maquillajes desde la época egipcia; las damas romanas tenían plena confianza en él, y las geishas japonesas también lo utilizaban: hacía un hermoso contraste con sus dientes ennegrecidos, como dictaba la moda, con bugallas y vinagre. Pero incluso en el siglo XIX, cuando sus peligros debían de conocerse mejor, era común en los tocadores de las mujeres, fuera como fuera su piel.

Hoy día también las mujeres mueren por la belleza: se matan de hambre por estar demasiado delgadas o se ponen en manos de cirujanos que dejan la piel demasiado tirante. ¿Era más monstruosa la muerte por albayalde? Uno de los problemas radicaba en que al principio —como en la tisis— el daño que causa hace que a veces la víctima se sienta incluso más atractiva. La exposición al plomo hacia parecer a las mujeres espíritus etéreos, casi ángeles, lo cual formaba parte del engaño. Para cuando la verdad daba la cara, lo más probable es que ya fuera demasiado tarde.

Consulté un libro sobre venenos e imaginé que yo era una de aquellas víctimas de la moda decimonónica. Si me hubiera aplicado Flor de Juventud con asiduidad cada mañana, primero habría experimentado una sensación de letargo; probablemente lo habría achacado a los malditos corsés. Luego, quizá habría dejado de dormir, lo que hundiría mis pálidas mejillas. Tal vez mis pretendientes victorianos encontraran mi aspecto atractivo, según la idea de cómo debía ser una mujer, «pálida como una muerta» pero con una cara bonita; una especie de dama de Shalott[1]. Después empezaría a sentir las piernas un poco inseguras, de manera que guardaría cama, como la heroína tísica de una ópera de Puccini. Todo muy romántico, bromearía con mis amigas.

En este punto bajaría las mangas de mi vestido para esconder las pequeñas marcas azules —diminutas líneas de plomo— que se me formarían en las muñecas. Al menos, pensaría, nadie repararía en las de mis tobillos. Entonces —esto era algo más secreto— mi necesidad de ir al retrete cambiaría. Pronto aparecería el estreñimiento y ya tampoco necesitaría orinar mucho; en cambio, el orinal sería útil para contener los vómitos de aspecto bilioso que arrojaría con frecuencia. Suena mal, pero esto solo era el principio del malestar, que más tarde incluiría la insuficiencia renal y lo que se describe con delicadeza como «anormalidades de conducta». Ni siquiera los paladines de la belleza casual de los tísicos defenderían unas horas finales tan dolorosas como las que sufría una mujer que se hubiera aplicado un exceso de albayalde en las mejillas. Me pregunto en qué momento me daría cuenta de que algo iba mal.

La enfermedad tenía dos nombres. Se llamaba «plumbismo», por el plomo, o bien «saturnismo», porque el plomo se relaciona tradicionalmente con el planeta Saturno, que al parecer dota de melancolía a quien nace bajo su influencia. Un remedio popular contra esta enfermedad era tomar un litro de leche al día. A principios del siglo XX un toxicólogo francés llamado Georges Petit pasó un día en una fábrica de albayalde de Francia e informó sobre las precauciones de seguridad que se tomaban. Vio tres distribuciones de leche gratis. La primera era a las seis de la mañana, la segunda a las nueve y la tercera a las tres de la tarde, cuando todos paraban de trabajar.

Usar algo blanco y saludable —la leche— para atajar los efectos de algo blanco e insalubre —el polvo de plomo— en principio parece un extraño ejemplo de magia simpática. Pero, de hecho, la leche contiene un buen antídoto natural del envenenamiento por plomo —el calcio—, y tal vez fue una de las mejores medidas que los trabajadores podían tomar en los días anteriores a las máscaras protectoras. La otra precaución efectiva consistía en que los operarios molieran el plomo a mano junto a un buen fuego para que la corriente ascendente se llevara el polvo”.
[1] Alusión al poema homónimo de lord Tennyson (1809-1892). Trata de una dama de tiempos artúricos que, a causa de una maldición, debía permanecer aislada del mundo, que solo le estaba permitido ver reflejado en un espejo. Fue un tema muy del gusto de los pintores prerrafaelitas. (N. de la T.)
Victoria Finlay. Color. Historia de la paleta cromática. Editorial Capitán Swing. Madrid. 2023. pp. 139-141.