El guardarropa del viajero


          “Hacia mediados del siglo XIX, más de un árbitro de elegancias sentencia que «ha pasado el tiempo en el que se los dejaba de lado, reservándolos para los viajes, un vestido raído o un sombrero desfondado»; los trajes de la nueva burguesía itinerante no han de ser ni demasiado elegantes ni demasiado descuidados, sino asumir un estilo y una fisonomía propios. Será necesario, por consiguiente, el uso de una tela poco dada a arrugarse, fresca y agradable de ponerse y lo bastante recia para resistir «a los inevitables desgarrones, el polvo y el humo que locomotoras y buques de vapor no podrán sino vomitarles encima».

Augustus Egg. Compañeras de viaje. 1862. Birmingham Museum and Art Gallery.
Augustus Egg. Compañeras de viaje. 1862. Birmingham Museum and Art Gallery.

          El traje coetáneo a las máquinas de vapor está ampliamente documentado. Lo está mucho menos, en cambio, el modo de vestirse del turista en épocas anteriores. Por una dilatada tradición, en efecto, el vestuario del viajero se sustrajo a todo cambio y a toda excentricidad. Hasta el siglo XIX, el traje para los largos trayectos no es otro que el atuendo abandonado por desgaste o por pasado de moda. No raramente las mujeres -grandes viajeras en la época del Grand Tour- usan en el viaje trajes masculinos oportunamente arreglados. Lo que no quita que el traje revista una gran importancia en la vida del viajero que debe afrontar a diario la inseguridad de los caminos, la escasa fiabilidad de los coches y las inclemencias del tiempo.

Antonio Mancini. Adieu Paris (La aduana). 1877. National Gallery. Londres.
Antonio Mancini. Adieu Paris (La aduana). 1877. National Gallery. Londres.

          El traje constituye, pues, siempre una barrera protectora contra los peligros y las incomodidades del viaje. Debe poder adaptarse a las circunstancias atmosféricas más variadas, debiendo ser lucido «en toda estación», y resistir a las subidas térmicas más marcadas. Mariana Starke, normalmente bastante prolija, se limita a aconsejar unas pocas prendas en materia de vestimenta, confirmando la hipótesis de que el del viajero es un guardarropa de recuperación. Sugiere meter en la maleta «medias de lana transparentes, trajes de franela, zapatos y botas de doble suela corriente o de corcho, absolutamente necesaria para resistir al frío de los suelos de mármol y de ladrillo».

St. Iglesia de San Marcos y el reloj. 1890-1900.Impresión fotocromática. Librería del Congreso. EEUU.
Iglesia de San Marcos y el reloj. 1890-1900.Impresión fotocromática. Librería del Congreso. EEUU.

          Una característica fundamental del guardarropa de viaje femenino es la falta de combinación armónica: el traje consiste en una falda y en una casaca, ambas bastante anchas para permitir movimientos bruscos e imprevistos, y un guardapolvo con esclavina, heredero de la antigua capa con capucha, en la que se envuelve la persona entera. ¿Cuántas veces la esclavina se convierte en una cálida manta en las improvisadas yacijas de las casas de postas, o en una confortable protección en las paradas imprevistas? De este abrigo derivaron una prenda turística por excelencia como es el waterproof inglés y luego el guardapolvo creado para proteger los vestidos de los «humos y vapores de los monstruos mecánicos». Se ha observado oportunamente que el guardapolvo con esclavina es una «forma vacía y virtual y por eso susceptible de amoldarse a las inagotables alternancias de las prestaciones requeridas y sugeridas por las cambiantes evoluciones del recorrido».

Carl Spitzweg. Inglés en la Campagna. Hacia 1835. Alte Nationalgalerie. Berlin.
Carl Spitzweg. Inglés en la Campaña. Hacia 1835. Alte Nationalgalerie. Berlin.

          Es, en efecto, «más bien, una cosa que un traje», es cómodo, envolvente e inelegante y, dada la promiscuidad inevitable en coche y posadas, deliberadamente «poco vistoso». Esto está en consonancia con la otra característica del traje femenino sobre la que se detienen los vademécums de los viajeros, es decir, la falta rigurosa de todo lujo juzgado «incómodo y ridículo», aparte de peligroso para la virtud de la incauta viajera. La mujer que se dispone a emprender largos viajes deberá evitar, como aconsejaba Stendhal a su hermana Pauline, «los trajes blancos, los sombreritos de plumas, encajes y joyas». Deberá preocuparse, si fuera necesario, de confeccionar bolsillos entre los abundantes pliegues del traje para meter los objetos de valor, dinero y utensilios en miniatura de aseo o de costura.

Grabado de moda que representa a dos mujeres que viajan en tren con una variedad de equipaje, incluido un baúl. 1880 Museo de Victoria y Alberto. Londres
Grabado de moda que representa a dos mujeres que viajan en tren con una variedad de equipaje, incluido un baúl. 1880. Museo Victoria & Albert. Londres.

          No menos sobrio y uniforme se presenta el guardarropa turístico masculino, dominado en un primer momento por la omnipresente capa acampanada o por el más ligero ferreruelo, y por tanto del capotillo, o sea, de un capote de varios cuellos a imitación del que llevaban cocheros y postillones. Para el resto también el traje masculino debe ser, como decía Goethe, «adecuado para todas las estaciones», y bastante recio para así poder afrontar cualquier aventura del camino e inclemencia atmosférica, «incluidos huracanes». Naturalmente el traje puede variar según los países visitados y las ocasiones específicas, pero, como recuerda William Boyd, médico y autor de un memorándum para viajeros de 1830, el guardarropa turístico forma parte de un sistema más amplio de utensilios, objetos y precauciones. Si en invierno los verdaderos protagonistas de la indumentaria masculina y femenina son las capas acampanadas, los balandranes, las galochas y las botas, el mejor indumento de verano, en los países mediterráneos, es descrito así: «Gorra blanca, chaleco ligero, pantalones claros, jubón de fina tela -excelente es la saya negra-, camisa de franela o de tela de algodón». Por tanto, nuestro médico prosigue diciendo que en el transcurso de la jornada el viajero deberá llevar consigo el sombrero y poner un pañuelo blanco debajo del sombrero para interceptar los rayos del sol.

           Los que viajan desprovistos de sábanas propias, no deberán nunca desnudarse del todo en las casas de postas. Mantendrán puestos pantalones y chaleco, o bien llevarán una amplia camisa procurando aflojar corbatas, bandoleras, tirantes y vendajes de todo tipo”.

Atilio Brilli. Cuando viajar era un arte. La novela del Grand Tour. Editorial Elba. Barcelona. 2021.  pp.148-151.