“En el siglo II a.C., mientras los embajadores romanos negociaban con la ciudad griega de Tarento, una carcajada imprudente terminó con toda esperanza de paz. Los autores antiguos discrepan sobre la causa de ese alborozo, pero están de acuerdo en que la carcajada de los griegos fue la gota que derramó el vaso y llevó a los romanos a la guerra.

Una fuente da la culpa al deficiente dominio del griego por parte del principal embajador romano, Postumio. Cometía tantas faltas gramaticales y su acento era tan extraño que los tarentinos no pudieron ocultar la gracia que les hacía. En cambio, el historiador Dion Casio le echa la culpa a la vestimenta típica romana. «No los recibieron con decencia, sino todo lo contrario; los tarentinos se rieron de la toga romana, entre otras cosas. Era el traje de ciudad, el que usamos en el Foro. Y los enviados se lo pusieron, ya sea para dar una impresión apropiadamente señorial o porque tenían miedo, pensando que infundiría respeto en los griegos, aunque en realidad no suscitó más que sus burlas.» Uno de los griegos, nos explica, llevó la broma hasta el punto de «agacharse y defecar» sobre la ofensiva prenda. Si la historia es cierta, ello pudo contribuir a que los romanos se sintieran ofendidos. Sin embargo, lo que Postumio subrayó en su profética y amenazante respuesta fue la risa: «Reíd, reíd mientras podáis. Ya lloraréis bastante cuando lavéis esta prenda con sangre».

Amenazas aparte, la anécdota llama la atención de forma inmediata. Muestra de forma singular cómo los pomposos romanos ataviados con togas eran vistos por sus vecinos del antiguo Mediterráneo, y confirma asimismo que las amplias y pesadas togas ajustables les resultaban tan graciosas a los griegos del sur de Italia como nos los parecen hoy a nosotros. Pero al mismo tiempo, la anécdota reúne algunos de los elementos claves de la risa en la Antigüedad: poder, identidad étnica y la implacable sensación de que aquellos que se ríen de sus enemigos no tardarán en ser ellos mismos motivo de burla. De hecho, una de las reglas de los antiguos «gelásticos» (por usar un término griego —gelan, que significa reír— del notable estudio de Stephen Halliwell sobre la risa griega) era que el bromista rara vez se libraba de ser víctima de sus propios chistes. Por ejemplo, el adjetivo latino ridiculus, se refería tanto a algo risible (en el sentido actual de «ridículo») como a algo o a alguien que voluntariamente hacía reír a los demás.
La risa siempre fue uno de los recursos favoritos de los monarcas y los tiranos antiguos, pero también un arma que podía usarse en su contra. El buen rey, por supuesto, sabía cómo encajar una broma. La tolerancia del emperador Augusto ante ocurrencias y bromas de todo tipo seguía siendo reconocida cuatro siglos después de su muerte.

Uno de los chistes más famosos de la Antigüedad, que ha pervivido hasta el siglo XX (aparece, con personajes distintos pero conservando el final, tanto en Freud como en El mar, el mar de Iris Murdoch), era una insinuación jocosa sobre la paternidad de Augusto. La historia cuenta que al encontrarse con un hombre de provincia muy parecido a él, el emperador le preguntó si su madre había trabajado alguna vez en palacio. «No —le respondió—, pero mi padre sí.» Sabiamente, Augusto se limitó a sonreír y aguantar la broma”.
Mary Beard. La herencia viva de los clásicos. Tradiciones, aventuras e innovaciones. Barcelona. 2013. Ed. Crítica. pp 81-82.