“Magdalena era muy rica; pero como las riquezas y los placeres suelen hacer buenas migas, a medida que fue tomando conciencia de su belleza y de su elevada posición económica, fuese dando más y más a la satisfacción de caprichos y de sus apetitos carnales, de tal modo que las gentes, cuando hablaban de ella, como si careciera de nombre propio designábanla generalmente por el apodo de «la pecadora». Había oído ella hablar mucho de aquel Cristo que iba de unos lugares a otros siempre predicando. Un día, al enterarse de que estaba en Jerusalén, movida por el Espíritu divino se presentó en casa de Simón el Leproso, en donde según sus noticias hallábase Jesús comiendo; pero, avergonzada por la mala reputación que tenía, no atreviéndose a entrar ostensiblemente en la sala donde Jesús comía con algunos hombres justos y famosos por su severidad, entró disimuladamente, procurando que los comensales no la vieran, y, adoptando las precauciones necesarias para pasar inadvertida, postróse en el suelo junto al Señor, lavóle los pies con sus lágrimas, enjugóselos con sus propios cabellos y seguidamente derramó sobre ellos un riquísimo perfume que consigo había llevado. Digamos aquí en plan de advertencia que, como aquella región era tan calurosa, sus habitantes solían usar en su baños y lavatorios ciertos ungüentos perfumados para contrarrestar los efectos abrasadores de los rayos del sol.

Dirk Bouts. Cristo en casa de Simón el fariseo. Hacia 1445. Museos Estatales de Berlín.
A pesar de las cautelas tomadas por María, el fariseo Simón, es decir, el dueño de la casa, la vio entrar y espió desde su puesto lo que la mujer hacía; también él exteriormente disimuló y nada dijo, pero interiormente comenzó a pensar que aquel Cristo no podía ser realmente un profeta, porque, de serlo, de ninguna manera consentiría dejarse tocar por aquella mala mujer. Jesús, que sí era profeta y conoció los pensamientos que Simón estaba formulando, recriminó a éste por su soberbia, refutole el concepto que tenía de la justicia y perdonó a María todos sus pecados.

El Señor hizo a María Magdalena inmensos beneficios y distinguióla con señaladísimas pruebas de predilección: expulsó de su alma siete demonios; dejóla totalmente inflamada de amor hacia El; honróla con su confianza y amistad; convirtióla en su hospedera alojándose en su casa; quiso que fuese ella quien le procurase lo que necesitaba cuando iba de camino en sus peregrinaciones de evangelización; la trató constantemente con comprensión y dulzura defendiéndola de quienes la atacaban o recriminaban su comportamiento, como la defendió ante Simón el fariseo, que la juzgaba inmunda ante su hermana Marta, que la tachó de holgazana, y ante Judas que la acusó de derrochona.

Cuando la vio llorar El mismo no pudo contener sus lágrimas y por amor a ella resucitó a su hermano Lázaro cuatro días después de que éste hubiera muerto, y curó a Marta de unas hemorragias que desde hacia siete años padecía; también en atención a ella concedió a Martila, criada de Marta, la gracia de que pudiese proclamar públicamente la dulcísima verdad que proclamó cuando en presencia de una numerosa multitud dijo: «Dichoso el vientre que te llevó, etc». Así lo cree san Ambrosio, quien afirma que, efectivamente, el Señor curó a Marta de un flujo de sangre y que fue una criada suya la que prorrumpió en la citada exclamación.

En resumen: María Magdalena, con sus lágrimas, lavó los pies del Señor, los limpió con sus cabellos, los ungió con ungüento oloroso y fue la primera que en aquel tiempo de gracia hizo solemne y pública penitencia; ella fue también la que eligió la mejor parte y sentada a la vera de Cristo escuchó atentamente sus palabras; también fue ella quien derramó sobre la cabeza del Señor un tarro de bálsamo perfumado y quien permaneció junto a la cruz de Cristo durante su Pasión, y quien compró los aromas para ungir su cuerpo muerto, y quien se quedó velando su sepulcro cuando los demás discípulos se marcharon; también fue la primera a quien Jesús resucitado se apareció y la encargada por El de comunicar su resurrección a los demás, convirtiéndose de este modo en apóstola de los apóstoles.

Catorce años después de la Pasión y Resurrección del Señor, cuando ya hacía bastante tiempo que los judíos habían matado a san Esteban y arrojado de Judea a los seguidores del Maestro, los apóstoles se hallaban repartidos por diferentes países de la gentilidad predicando el Evangelio. En esta tarea colaboraban a la sazón algunos de los setenta y dos antiguos discípulos de Cristo. A uno de éstos, de nombre Maximino, había encargado san Pedro que atendiera espiritualmente a María Magdalena. Al producirse la dispersión con vistas a la evangelización del mundo pagano, san Maximino, acompañado de otros muchos creyentes, abandonó la tierra de Judea y se dirigió a otra región, de donde a poco de llegar fueron expulsados por los infieles que allí vivían. Estos obligaron a subir a una barca a san Maximino, a María Magdalena, a Lázaro, a Marta, a su criada Martila, a san Cedonio el ciego de nacimiento curado de su ceguera por Cristo y a otros muchos cristianos; condujeron la nave hasta alta mar y allí la dejaron abandonada, sin remos, sin velas y sin nada cuanto pudiera servir para ayudar a la navegación, con la pérfida idea de que el navío naufragara y sus pasajeros murieran ahogados; pero Dios se encargó de conducir milagrosamente sobre las aguas del mar a los expedicionarios, haciendo que la maltrecha embarcación arribara a las costas de Marsella, en cuyo puerto desembarcaron sus pasajeros.

Una vez que tomaron tierra, recorrieron la ciudad en busca de alojamiento, y como nadie quiso darles hospitalidad decidieron cobijarse bajo la techumbre del pórtico del templo pagano. Viendo santa María Magdalena que los marselleses acudían continua mente a dicho templo a ofrecer sacrificios a los ídolos, comenzó a predicar a aquellas gentes la doctrina de Cristo con amabilidad, con sencillez, con palabras dulces y adecuadas, con la idea de apartarlas de la idolatría y de conducirlas a la fe en el Señor. Los oyentes de aquellas constantes predicaciones no sabían qué admirar más: si la belleza extraordinaria de la predicadora, su facilidad de palabra o la cautivadora elocuencia con que se expresaba. No debe extrañarnos que de unos labios que tan delicada y piadosamente habían cubierto de besos los pies de Cristo brotase la palabra de Dios con especialísima unción.”
Jacobo de la Vorágine. La leyenda dorada, Tomo I. Madrid: Alianza Forma, 1999. pp. 383-386.
La Leyenda Dorada es una recopilación de textos bíblicos, apócrifos y vidas de santos escrita por el Jacobo de Vorágine, dominico italiano, a mediados del siglo XIII. Se trata de una obra fundamental de la literatura cristiana medieval, que ha ejercido una influencia decisiva en la Historia del Arte.


