
«La mejor forma de hacerse una idea de la vida y las maneras de Andalucía es describir las casas de Sevilla y la primera visita a ellas de un forastero. Esta ciudad, como la mayor parte de las de construcción mora, está llena de callejas tortuosas, estrechas, retorcidas. Es muy fácil perderse en este laberinto: los coches solo pueden pasar por las más anchas de esas calles, que fueron trazadas antes de que hubiera coches, cuando la gente iba a pie o a caballo. En invierno parecen fondos de pozos, pero en verano son frescas y agradables, por estar siempre a la sombra. Los moros sabían lo que se traían entre manos. Ahora bien, las corporaciones ilustradas –ante la insistencia de los reales académicos– están haciendo todo lo posible en este momento por ensancharlas, dejando así el paso al sol ardiente y destruyendo su pintoresquismo irregular. Nerón hizo lo mismo con Roma, pero los que han seguido este ejemplo no tardarán en darse cuenta de los inconvenientes que, por otra parte, no escaparon a la observación del filosófico Tácito (An., xv. 43; Suet., Ner., 38).

Las casas son sólidas y tienen un aspecto por fuera como de cárceles a causa de las rejas de hierro que protegen las ventanas, porque niñas y viñas son mal a guardar. Estas celosías han sobrevivido, y son recuerdo de maridos celosos, raza ahora casi extinguida y que, como las dueñas españolas, brujas, dragones y otros centinelas medievales para damiselas de virtud sospechosa, han quedado relegados para que los novelistas extraigan moralejas o adornen un relato. Desde la revolución francesa, ser celoso no es ya de bon ton, y se considera costumbre vulgar. Entre las clases bajas, sin embargo, la pasión de ojos verdes sigue ardiendo con tonos de venganza morisca dignos de Otelo, y se diga lo que se quiera de las clases altas, lo cierto es que no hay cortejos ni cavaliere serventes entre los numerosos humildes. El cortejo, sin embargo, es también cosa pasada, y era el nombre que el honrado sureño daba a lo que en otros países no lo tenía, o lo tenía muy distinto: por ejemplo, “mi primo”; de la misma manera que los turcos piensan que la expresión inglesa para ir a visitar el harem es “ir al club”.

Los profundos alféizares de las ventanas españolas se ven frecuentemente convertidos en gabinetes íntimos, y sombreados con toldos: en ellos el sexo atezado se sienta a tomar el aire y hacer ejercicio, cantando como mirlos enjaulados, bordando o mirando a la calle y siendo miradas; y ciertamente, estos seres superiores, cuando se les ve en sus balcones desde abajo, son, como dice Byron, más interesantes que las heroínas irreales de Goldoni o que los cuadros de Giorgione. Esta costumbre se considera incurable, mujer ventanera, tuércela el cuello si la quieres buena, o sea, que el remedio para una mujer que siempre está sacando la cabeza por la ventana es retorcerle el cuello. Estos barrotes recuerdan los enrejados del harem, detrás de los cuales se esconden las damas orientales y como ellas, las andaluzas no se quejan del aparente encierro. La tolerancia no es en el fondo más que indiferencia y son guardadas como tesoros preciosos. Están seguras detrás de las rejas contra todo excepto las miradas, la artillería ligera de Cupido, las serenatas y los requiebros o expresiones de cumplido y cariño, contra las que ellas no tienen nada que oponer. Encerradas, adquieren aspecto de monjas –lo que ciertamente no son– o de princesas cautivas de los romances, hasta tal punto que todos los hombres de corazón tierno se sienten imperiosamente dispuestos a liberarlas de la aparentemente vil mazmorra. De esta manera, al anochecer, el paladín elegido, envuelto en su capa, se inclina contra estas rejas, únicos testigos –como dice Cervantes– del amor secreto, y murmura dulces tonterías a su querida, su amor, que no puede salir de allí; de aquí que esto reciba el nombre de “comer hierro”, que es otra expresión para indicar el flirteo, o “pelar la pava”. Este régimen metálico hace al amante tan bravo como el comer hierro hace a la gente en todas partes. A estos es a quienes los alemanes llaman eisen fressern, o sea, devoradores de hierro, que comen, digieren y desafían a todo. El puntillo de honor nunca permite que una persona pase entre el paladín y la ventana, ocupando de esta manera el espacio o el trozo de pared que le pertenece. Estas misiones eran absolutamente necesarias en otros tiempos, aunque las partes interesadas podían muy bien verse mano a mano el día entero, y el verdadero cumplido consistía precisamente en que el caluroso amante se estuviese allí fuera media noche, al fresco.

Las clases altas encuentran ahora que resulta igual de bien hacer el amor de puerta adentro, sea porque así el corazón de las damas se haya templado, o hayan refrescado más las noches. Las clases inferiores continúan con su vieja costumbre de gatos nocturnos. Nada era antes, o es ahora, considerado más degradante para el amante que verse forzado a abandonar su puesto y, por lo tanto, un español dirá, pongamos por caso: “Tenga cuidado, no vaya a ser que le quite yo el sitio, le tome el pelo o le quite el aliento”, “cuidado que no venga yo a cobrarle a Vmd. el piso”. El hecho concreto de poner esto en práctica es una de las causas fatales de la “puñalada traidora en plena noche”. Las clases bajas no toleran tonterías en estos casos: a una palabra se contesta con un golpe. Esta celosa ocupación concuerda bien con la angostura de las calles, donde no hay gas y solo acá o allá reluce una lámpara vacilante ante una imagen de la Virgen, que únicamente sirve para hacer visible la oscuridad. Es como interpretar El Barbero de Sevilla en la realidad. Esta cercanía estimula las declaraciones de amor, que en las aldeas se hacen con ayuda de un bastón, que la mayoría de los españoles suele llevar: uno con un bulto redondo al extremo, llamado porra, suele preferirse para dar golpes de lo más contundentes; su uso legítimo es para castigar al caballo, y su abuso amatorio es de la manera siguiente: cuando quiera que un amable rústico piensa que ya ha machacado suficientemente el corazón de su gran amor, se declara poniendo el bastón entre las rejas y diciendo: “¿Porra dentro o porra fuera?”; si la suave doncella no se opone, la porra se queda dentro, pero si ocurre lo contrario, con rechazar el bastón rechaza a su dueño, le da calabazas, con lo que este recoge su porra y se va, deseándole cortésmente a la dama que siga con Dios: “Pues quede Vmd. con Dios”. Esta frase de “porra dentro o porra fuera” se usa con frecuencia a manera de equivalente de “sí” o “no” entre los majos sevillanos.

Estrechas, oscuras, como enjauladas y sombrías, son las calles, pero el interior de las casas es exactamente lo contrario. El exterior era siempre hosco entre los moros para desarmar el temido mal de ojo del que deseaba casa, o mujer ajena: de esta manera la riqueza que tentaba al codicioso quedaba escondida, por no decir nada de la necesidad de mantener fuera al calor y dentro a las mujeres: la casa andaluza, y especialmente la sevillana, es la personificación del frescor; el contraste que supone pasar del horno radiante de la plaza abierta a esta fresca semioscuridad es encantador. Muchas casas tienen el escudo de armas del dueño tallado sobre el portal, o bien pintado en porcelana, azulejos: esto denota la casa solar o mansión señorial, y es también protección contra la Ley de Mostrencos, según la cual todas las propiedades cuyo título no podía ser probado revertían a la corona. Era también corriente colgar cadenas sobre los portales de cualquier casa donde el Rey hubiera entrado; los dueños se enorgullecían de ellas, pues no eran meramente decoraciones de honor, sino que eximían al edificio de tener que alojar en él soldados; era el signo que “prohibía el paso al destructor».
Extracto de la obra de Richard Ford, Manual para viajeros por España y lectores en casa, publicada en Londres en 1845.
