
«Los estilos cortesanos, nacidos para satisfacer el afán de excepción de la nobleza, se habían gastado, vulgarizado (se habían vuelto «cursis», habría de decirse en el XX), a causa de la abusiva apropiación que de ellos había hecho la clase media. Y un grupo de señoras de la alta aristocracia, nauseada de ellos, vivían sus ojos a los modelos del majismo, que espiaban y ensayaban con secreta fascinación. La misma secreta fascinación con que las criadas de estas señoras escuchaban detrás de las puertas para enterarse de las quintaesencias y leyes del cortejo.
El cortejo, en definitiva, había perdido progresivamente, a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, aquel marchamo de distinción que tuvo al nacer, cuando se llamaba chichisveo. Y las mujeres de alto rango seguían necesitando elevarse sobre las de la clase media, distinguirse de ellas, a costa de lo que fuera.Tal vez la señora que mejor supo captar el filón de posibilidades que ofrecía, en este sentido, el aprovechamiento de lo popular fue la duquesa Teresa Cayetana de Alba, inmortalizaba por Goya en tantos lienzos y dibujos. Y, sin duda, la que con mayor audacia llevó a la práctica el injerto de estos estilos populares en los aristocráticos.

Tenía ocho años cuando su madre, dona Mariana de Silva, quedó viuda en 1770 de su primer marido el duque de Huéscar. Esta madre de treinta años, coqueta, inteligente, culta, aficionada a la pintura, a la música a la versificación, que alternaba sus tareas filantrópicas y literarias con las diversiones mundanas, resultaba fascinante para aquella niña, a quien, sin embargo, dejaba demasiadas veces sola en manos de criados. Las dos moradas de la duquesa Cayetana, una en la calle de Juanelo, la segunda en la del Barquillo, estaban emplazadas, en barrios populares. En sus salidas por estos barrios, y a través del trato con sus criadas y criados, se aficionó a los modos y el lenguaje de aquella gente, en cuya compañía trataba de refugiarse. Casada en edad casi infantil (justamente el mismo día que su madre contraía segundas nupcias) con el marqués de Villafranca, marido delicado e irresoluto que siempre se plegó a sus caprichos, pronto se dio cuenta de que lo descuidado de su educación le impedía sobresalir por aquellos caminos de las letras y las traducciones que habían prestigiado el nombre de su madre incluso como académica.

Tampoco podía competir en este terreno con otra importante señora, diez años mayor que ella, famosa por el refinamiento de sus gustos y de su cultura, por su protección a literatos y artistas, por su estar en vanguardia de las modas francesas e inglesas, doña María Josefa Alonso Pimentel, condesa-duquesa de Benavente y duquesa de Osuna por su matrimonio con el IX duque de este título. A Cayetana no se le ocurrió copiar a su madre ni a esta amiga. No soportaba hacer sólo regular lo que ellas hacían tan bien. Pero quería brillar, llamar la atención, y el único terreno que pisaba más firme que las demás señoras era en el que de aquellos modos, decires y atuendos populares con los que se había familiarizado desde niña. Se trataba, pues, de poner en circulación estos estilos, de apropiárselos y lanzarlos, exagerando la nota hasta sus últimas consecuencias. Fue lo que hizo. Antes que ella, nadie lo había hecho. Imprudente, atrevida y violenta en sus caprichos, se propuso hacer bandera de su belleza, aderezarla a gusto del pueblo y exhibirla para él, a la luz del día, en plena calle.
La duquesa de Alba -comenta un viajero- no tiene ni un solo cabello que no inspire deseo. Nada hay más hermoso en el mundo. Ni hecha de encargo podía haber resultado mejor. Cuando ella pasa por la calle, todo el mundo se asoma a las ventanas y hasta los niños dejan de jugar para mirarla.»

Carmen Martín Gaite, Usos amorosos del dieciocho en España, Barcelona, Anagrama, 1987, pp. 106-107.