«Mozart, aunque sus padres hubieran sido celebrados por su belleza, no se distinguía ni por lo agradable de su figura ni por la buena conformación de su cuerpo. Cabanis hace observar que «la sensibilidad puede ser comparada a un fluido cuya cantidad total es determinada, y que siempre que fluye en abundancia en un sentido, disminuye proporcionalmente en los demás.»
Mozart no alcanzó jamás su desarrollo natural. Durante su vida entera fue delicada su salud. Era pálido y flacucho, y si bien la configuración de su rostro era extraordinaria, no había nada llamativo en su fisionomía, salvo su extrema movilidad. La expresión de su rostro cambiaba a cada instante, y señalaba el dolor o el placer que en aquel momento experimentaba. Era muy reparable en él una manía que suele ser signo de estupidez: su cuerpo estaba en perpetuo movimiento; siempre estaba jugando con las manos o dando con el pie en el suelo. Por lo demás no había nada extraordinario en sus costumbres, exceptuando su enorme afición al juego de billar. Tenía en su casa una mesa de billar en la que jugaba solo cuando no tenía con quién. Sus manos estaban tan habituadas a tocar el piano que eran bastante torpes para todo lo demás. En la mesa nunca cortaba la comida, y si lo hacía era mal y con dificultad. Generalmente rogaba a su esposa que se encargara de este menester.

Mozart, dice un autor, podría ser descrito como una especie de Peter Pan, el niño que nunca creció. Durante toda su vida de adulto padeció de esta inquietud anormal. Su barbero ha explicado cuánto sufría para afeitarle. No bien se sentaba, atado el paño al cuello, se enfrascaba en sus pensamientos y olvidaba cuanto le rodeaba. A veces, sin decir palabra, daba un salto, se paseaba por la habitación o pasaba a la de al lado, mientras que el barbero, peine o navaja en mano, le seguía los pasos. En la mesa era cosa frecuente tener que llamarle a la realidad, pues sus raptos eran continuos, y cuando la inspiración se apoderaba de él olvidaba todo lo demás. Torcía y retorcía la punta de la servilleta, la pasaba maquinalmente por debajo de la nariz, haciendo al mismo tiempo los visajes más raros y grotescos.

Los retratos que de él se conservan nos le muestran como un hombre elegante, aunque enclenque, de frente ancha, barbilla partida, ojos ensoñadores y cejas bien arqueadas. El cabello, del que se sentía orgulloso, lo llevaba naturalmente empolvado y con lazo. Cuando se excitaba, su mirada perdía la languidez. Uno que se hallaba presente en el ensayo de Fígaro escribe: “No olvidaré jamás cómo se transformó el aspecto insignificante de Mozart cuando le alumbraron los destellos del genio. Es imposible describirle. Como no se puede pintar el arco iris.” Su viuda, en sus recuerdos dice que Wolfgang amaba todas las artes y tenía buen gusto para la mayor parte. “Dibujaba bien y era un bailarín excelente. Su voz era atenorada; hablaba con suavidad, salvo cuando dirigía música, pues entonces era su voz fuerte y enérgica, daba golpes con los pies y se le oía a distancia. Tenía las manos pequeñas y delicadas.”

Mozart era muy meticuloso con su vestimenta y llevaba muchos bordados y muchas joyas. En conjunto era acaso insignificante, pero él no parecía darse cuenta, pues no medía más que un metro cincuenta y ocho. Es de notar que poseía un conducto auditivo de forma muy especial y mucho más pequeño de lo corriente, lo cual no se sabe si pudo influir en su sensibilidad musical. El lóbulo de la oreja izquierda era algo más grueso que el de la derecha, particularidad observada asimismo en Haydn.

Por lo que se ve, Mozart, que desde su más tierna edad alcanzó como artista el máximo desarrollo, en otros aspectos continuó siempre niño. Jamás supo manejarse. El buen orden doméstico, el empleo acertado del dinero, la selección juiciosa de sus placeres y la templanza de su goce, no fueron estas ciertamente sus virtudes. El disfrute del momento prevaleció siempre en él. Su inteligencia estaba de tal modo absorta con multitud de ideas, que le era imposible toda reflexión sobre las cosas que llamamos serias; y así, durante toda su vida estuvo necesitado de un tutor que cuidara de sus asuntos temporales. El padre conocía sobradamente este punto flaco de su hijo, y por esto hizo que su mujer le acompañara a París en 1777, pues sus compromisos le impedían alejarse de Salzburgo.

Pero aquel hombre siempre ausente, siempre entregado a juegos y a diversiones, se convertía en un ser de orden superior en cuanto se sentaba al piano. Entonces su inteligencia desplegaba las alas y su atención entera se concentraba en el único objeto para el cual había nacido: la armonía de los sonidos. La orquesta más numerosa no le impedía percibir la menor nota falsa, e inmediatamente señalaba con sorprendente precisión qué instrumento había incurrido en falta y qué nota era la que debía de haberse dado.

(…) La música fue la ocupación constante de Mozart y su más agradable entretenimiento. Jamás, ni en sus primeros años, hubo que rogarle para que se sentara al piano. Al contrario, había que cuidar de que no se perjudicara su salud con su excesivo entusiasmo. Desde su juventud le gustaba especialmente tocar por la noche. Cuando a las nueve de la tarde se sentaba ante el clavicémbalo, nunca se levantaba hasta pasada la medianoche, y aun para eso era preciso obligarle, pues de lo contrario hubiese seguido modulando e improvisando la noche entera. En su trato ordinario era el más cortés de los hombres; pero el menor ruido durante la ejecución le ponía fuera de tino. Estaba muy por encima de esa modestia fingida o fuera de lugar que hace que los concertistas no toquen hasta que se les ha rogado con insistencia. Y la nobleza de Viena le reprochaba a menudo que tocara con igual interés ante cualquier persona que manifestara placer en oírle.

(…) Las horas del día que con mejor agrado dedicaba a la composición eran las primeras de la mañana, de las seis o las siete hasta las diez, en que se levantaba. Después, ya no componía más en todo el día; a no ser que tuviera precisión de terminar alguna pieza. Por lo demás, siempre trabajó con suma irregularidad. Cuando tenía una idea no era fácil arrancarle del trabajo. Si se le quitaba del piano, seguía componiendo entre sus amigos y se pasaba las noches enteras pluma en mano. Otras veces, en cambio, le tomaba tal aversión al trabajo que no se decidía a terminar una pieza hasta el momento que debía ser tocada. Ocurrió una vez que fue demorando tanto una obra que se había encargado de componer para un concierto de la corte que le faltó tiempo para escribir la parte que a él le correspondía ejecutar. El emperador José, que todo lo curioseaba, pasó la mirada por la partitura que al parecer tocaba Mozart, y quedó sorprendido al ver que sólo había pentagramas vacíos: “En dónde está vuestra parte?», inquirió. “Aquí”, repuso Mozart tocándose la frente.

Algo parecido ocurrió con la obertura de Don Juan, considerada generalmente como la mejor de las suyas, y que fue compuesta, no obstante, durante la noche anterior a la representación, después del ensayo general. Hacia las once de la noche, cuando se retiró a su habitación, Mozart quiso que su mujer le preparase un ponche, y se quedara con él para impedirle dormirse. Ella se quedó, pues, contándole cuentos de hadas y narraciones extravagantes, que le hicieron reír hasta verter lágrimas. En esto el ponche hizo su efecto y le dio tal sopor que sólo se despabilaba mientras hablaba su mujer, y cuando no, se caía dormido. Los esfuerzos que hacía para vencer el sueño, los pasos continuos del sueño a la vigilia la fatigaron de tal manera, que su mujer le convenció de que se tomara algún descanso, prometiéndole despertarle al cabo de una hora. El se durmió tan profundamente, que le dejó dormir un par de horas. A las cinco de la madrugada le despertó. Había convocado a los copistas de música para las siete, y cuando llegaron, la obertura estaba terminada. Apenas tuvieron tiempo de escribir las copias necesarias para la orquesta, y los músicos tuvieron que ejecutarla sin ensayo. Algunas personas pretenden conocer en esta obertura los pasajes en los cuales Mozart era vencido por el sueño y aquellos en los que se despertaba sobresaltado.»

Stendhal. Vida de Mozart. Casimiro. Madrid. 2017. pp. 36-45.
Stendhal (1783 -1842) es uno de los grandes escritores franceses. Sus novelas más célebres son Rojo y negro y La cartuja de Parma. Su Vida de Mozart fue publicada en 1815
La pérdida frecuente de contacto con la realidad y la concentración en su propio mundo son características propias de las personas autistas y valga la verdad muchos son genios.
Gracias Bárbara
Estás en lo cierto. Muchas gracias por tu comentario y un saludo.
Exactamente lo mismo estaba pensando.
Seguro que hoy tendría un tratamiento específico para esta actitud de este súper genio , o no, vete tú a saber…
Que interesantes , que forma tan enganchante tienes de contar. Muchísimas gracias
Muy probablemente. Mozart murió joven y dejó un legado inmortal. Le admiramos profundamente. Muchas gracias por tu comentario y un fuerte abrazo.
Lo leí y lo sentí, como un cuento para menor de buenas noches. Gracias.
Muy interesante!!! Gracias Mil.🥰🥰