«Y, sin embargo, desde tiempos remotos las mujeres han contado historias, han cantado romances y enhebrado versos al amor de la hoguera. Cuando era niña, mi madre desplegó ante mí el universo de las historias susurradas, y no por casualidad. A lo largo de los tiempos, han sido sobre todo las mujeres las encargadas de desovillar en la noche la memoria de los cuentos. Han sido las tejedoras de relatos y retales. Durante siglos han devanado historias al mismo tiempo que hacían girar la rueca o manejaban la lanzadera del telar. Ellas fueron las primeras en plasmar el universo como malla y como redes.

Anudaban sus alegrías, ilusiones, angustias, terrores y creencias más íntimas. Teñían de colores la monotonía. Entrelazaban verbos, lana, adjetivos y seda. Por eso textos y tejidos comparten tantas palabras: la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de la historia, el desenlace de la narración; devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga. Por eso los viejos mitos nos hablan de la tela de Penélope, de las túnicas de Nausícaa, de los bordados de Aracne, del hilo de Ariadna, de la hebra de la vida que hilaban las moiras, del lienzo de los destinos que cosían las nortas, del tapiz mágico de Sherezade.

Ahora mi madre y yo susurramos las historias de la noche en los oídos de mi hijo. Aunque ya no soy aquella niña, escribo para que no se acaben los cuentos. Escribo porque no sé coser, ni hacer punto; nunca aprendí a bordar, pero me fascina la delicada urdimbre de las palabras. Cuento mis fantasías ovilladas con sueños y recuerdos. Me siento heredera de esas mujeres que desde siempre han tejido y destejido historias. Escribo para que no se rompa el viejo hilo de voz.»

Irene Vallejo. El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo. Madrid. Editorial Siruela. Biblioteca de ensayo. 2019. pp. 384-385.
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