
“La revolución de las narices ya había dado inicio tiempo antes con el exilio y la excomulgación de los perfumes densos y almizclados que tantos dolores de cabeza le habían traído al Rey Sol, Luis XIV. Para el año 1748 gobernaba su bisnieto, el «Bien amado», Luis XV. Los franceses se bañaban con agua admirable –luego más conocida como agua de Colonia– y la amante del rey, la marquesa de Pompadour, gastaba un millón de francos en la manutención de un banco de perfumes para no quedar un día sin una fragancia distinta. El almizcle desde hacía años había sido expulsado por enervar, causar incomodidades y ser muy violento. «Lo que es sensible a la nariz está compuesto de partes volátiles, sutiles y penetrantes, que afectan no solo al nervio olfativo, sino que se expanden por todo el cerebro», escribió por entonces en su Tratado de los olores de un tal Déjean.

Para compensar el hecho de no poder fumar en presencia de las damas, los hombres aspiraban por la nariz tabacos con olor a jazmín, tuberosa o azahar. Los cocineros perfumaban los platos. Pese a las reformas, los jardines y el palacio de Versalles seguían revolviendo el estómago con sus malos olores y su hedor a letrina, que hacían que el uso de perfumes se expandiera sin cesar entre sus dos mil ocupantes. Siempre con prudencia: expeler un perfume fuerte era dejar suponer una dudosa limpieza. Las fragancias perdían su estatus de máscara. Ya no engañaban a nadie.

A mediados del siglo XVIII, la inmersión en agua, rara hasta entonces, empezó a aceptarse con ciertas precauciones: la purga antes de entrar en la bañera y el reposo posterior para proteger al cuerpo de las fatigas. Los temores a la apertura de los poros a causa del agua y la infiltración de los aires venenosos fueron perdiendo peso con la desaparición de las grandes pestes. El baño, así, volvía a instalarse en las clases acomodadas como una práctica aún del lujo y señal de esnobismo, más por salud y necesidad que por placer. Se trataba del paso de una limpieza basada en las apariencias a una higiene basada en el aseo corporal conseguido a través del agua y representado por la ausencia de olor.

El agua poco a poco dejaba de ser el enemigo y la limpieza ya no era solo para la mirada ajena. Mientras que antes las capas de suciedad acumuladas sobre la piel bloqueaban y protegían de los ataques del exterior, en esta época el aseo se transformó en un aliado: facilitaba el movimiento de la sangre, permitiendo prevenir enfermedades con mayor eficacia. Así las pelucas, los «rizos piramidales», las mejillas excesivamente coloreadas – los rostros de muñecas – pasaron a ser vistos como excesos, artificios que obstruían los flujos naturales.

Para la ascendente burguesía, los perfumes simbolizan el derroche, la dilapidación del dinero. El perfume se evaporaba. Lo fugaz no podía acumularse. Comprar una fragancia era como arrojar el dinero al viento. Representaba la antítesis de los valores burgueses. «Es algo intolerable para el burgués sentir cómo se van desvaneciendo así los productos que su labor ha ido acumulando –indica el historiador que mejor estudió este proceso de desodorización, Alain Corbin–. El perfume es antinómico del trabajo.» El perfume, que antes combatía el hedor, ocultaba olores del cuerpo, limpiaba y purificaba, perdía su efecto de cobertor y entraba en la categoría de la frivolidad.
Se trataba sobre todo de una crítica moral orientada también al Antiguo Régimen, al lujo, la corrupción, el despilfarro, la inmoralidad y la petulancia que se condensaban en la figura fragante de María Antonieta. Era la clienta perfecta con la que soñaban todo perfumista: a la esposa del delfín y futuro Luis XVI de Francia –conocida también como la gran derrochadora o «Madame Deficit»– le fascinaban los vestidos, las pelucas y las fragancias elaboradas por el maestro perfumista Jean-Louis Fargeon.

Republicano de corazón, este boticario de Montpellier creó durante catorce años olores cada vez más lujosos para combinar con la personalidad de la reina, sus estados de ánimo y cada momento del día, y satisfacer las extravagancias de la austríaca como la de perfumar incluso a sus ovejas. En medio de sus calderas, alambiques, serpentinas, prensas, coladores, morteros y barricas, Fargeon elaboraba las fragancias más exquisitas y sutiles para conservar la frescura de la piel de la reina y hacer desaparecer las manchas y marcas de la edad con «agua de ángel» que blanqueaba y purificaba la tez. En especial, a María Antonieta le encantaban las aguas de rosa, de violeta y de jazmín, así como la de esencia de limón.”
Federico Kukso. Odorama. Historia cultural del olor. Madrid. Editorial Taurus. 2021. pp. 190-192.
Interesantísimo.
Gracias
Gracias a ti querida May.
Muy simpático el asunto, creer que el agua podia dañarles la piel o alterar otros aspectos de la salud. Parece muy duro o tal ves desde pequeños debieron aprender a soportar sus propias pestilencias.
Muchas gracias Bárbara
Gracias a ti. Un cordial saludo.
excelente espacio cultural