“Sevilla está rodeada de un cinturón de murallas almenadas, sobre las que se alzan de trecho en trecho alguna torre, la mayor parte en ruinas, sobre fosos cegados hoy casi por completo. Abundan, en Sevilla los lugares agradables; no faltan cosas muy curiosas como el paseo de la Cristina, el Guadalquivir, la Alameda del Duque, Itálica y el Alcázar; pero la verdadera maravilla de la ciudad es, no cabe duda, la Catedral. Como edificio es sorprendente y gana en la comparación aunque el que se le ponga delante sea la Catedral de Burgos, la de Toledo o la Mezquita de Córdoba. Parece ser que cuando se ordenó su construcción, el Capítulo que la emprendiera hizo el siguiente comentario a su propio proyecto: Elevemos un monumento que haga pensar a la posteridad que estábamos locos. ¡Magnífico! He aquí un programa amplio y perfectamente entendido; con esta libertad absoluta los artistas hicieron prodigios, y los canónigos, para atender a la construcción del edificio, cedieron todas sus rentas, no reservándose más que lo estrictamente necesario para vivir. Se trata de una gran montaña hueca, de un valle invertido.
Nuestra Señora de París, con toda su estatura, podría pasearse con la cabeza muy alta por la nave central, que es, de una elevación aterradora. Los pilares son gruesos como torres, y, sin embargo, parecen frágiles, hasta el punto de temblar. Se proyectan del suelo arriba, para caer en las bóvedas como estalactitas de una gruta de gigantes. Las cuatro naves laterales son menos altas; sólo podrían caber bajo ellas iglesias completas con campanario y todo. El altar mayor, con sus escaleras y sus rellanos arquitectónicos, sus filas de estatuas agrupadas por pisos, es por sí mismo un inmenso edificio, que llega casi hasta la bóveda del templo. El cirio pascual pesa dos mil cincuenta libras, y el candelabro de bronce que lo sostiene parece la columna de Vendóme de París. En la Catedral se consumen actualmente veinte mil libras de cera y otro tanto de aceite; el vino que se emplea en la comunión del Santo Sacrificio se eleva al enorme volumen de 18.750 litros; bien es verdad que a diario se dicen quinientas misas en los ochenta altares. Tiene ochenta y tres ventanales, de vidrios de color pintados con diseños y cartones, procedentes de Miguel Ángel, Rafael, Durero, Peregrini, Tibaldi y otros grandes artistas. Arnaldo de Flandes, célebre pintor en cristal, realizó en este templo soberbios vitrales.
El coro, de estilo gótico, está materialmente cubierto de figurillas, flechas, hornacinas, frondas calladas, y, en fin, un universo minucioso e inmenso, que acaba confundiendo nuestra fantasía y que hoy nos, parece incomprensible. En uno de los techos del lado del Evangelio se halla la siguiente inscripción: Este coro fizo Nufro Sánchez, entallador, que Dios haya, año 1475. Es imposible describir una por una todas las maravillas que encierra la Catedral. No podría empezar a conocerlas sin visitarla durante un año entero diariamente, y aun así no se habría visto todo. Las esculturas de piedra, madera y plata, de Juan de Arfe, Juan Millán, Montañés y Roldán; las pinturas de Murillo, Zurbarán, Pedro Campana, Roelas, San Luis, Villegas, Los Herreras, el Viejo y el Joven; Juan de Valdés y Gaya se amontonan en capillas, sacristías y salas capitulares. Se siente uno aplastado por tanta magnificencia, saciado de obras maestras; no sabe uno a dónde mirar. El afán y la imposibilidad de verlo todo, causa fiebre; un cuadro reemplaza a otro; a una maravilla sucede otra maravilla; el menor descanso os parecen robos que hacéis contra vuestra voluntad. Pero la imperiosa necesidad os arrastra, el barco silba, sus chimeneas vomitan humo blanco; mañana es preciso abandonar todo esto para no volverlo a ver jamás. En la Catedral de Sevilla vimos ese cuadro en el que la magia de la pintura ha llegado a su último límite: El San Antonio de Pádua, de Murillo.

En la Catedral de Sevilla se ven reunidos todos los estilos de arquitectura. Junto al gótico, el Renacimiento, al lado de éste, una variación española que llaman plateresco o de orfebrería y que se distingue por una enorme fantasía de adornos y de arabescos, El griego, el romano, el rococó, todo se halla en este edificio, pues cada siglo ha edificado su capilla, su retablo, su monumento, según el gusto que le era, característico.
El campanario de la Catedral se conoce con el nombre de la Giralda, domina a todos los de la ciudad y es una torre árabe, edificada por un gran arquitecto, llamado Geber, inventor del Álgebra. El efecto de esta torre es encantador, tiene un aire de alegría y de juventud que contrasta con la fecha de la construcción, que se remonta al año mil, edad respetable, a la cual una torre puede permitírsela alguna arruga y algún tono marchito en el rostro. La Giralda, tal conforme hoy se encuentra, tiene poco menos de trescientos cincuenta pies de altura y cincuenta de ancho, en cada fachada. Los muros son lisos hasta cierta altura, en la que empiezan pisos con, ventanas árabes, pequeños balcones y columnas de mármol blanco. En lo alto de la torre hay una especie de cúpula o linterna, sobre la que gira una figura de la Fe, de bronce dorado, que sostiene en la mano una palma y en la otra un estandarte, que sirve de veleta y ha dado el nombre que lleva la torre.”
Teófilo Gautier. Viaje por España. 1845.
«Se trata de una gran montaña hueca, de un valle invertido. Nuestra Señora de París, con toda su estatura, podría pasearse con la cabeza muy alta por la nave central, que es, de una elevación aterradora.» Creo que estas frases de Gautier reflejan la impresión que se tiene al entrar en la catedral de Sevilla por primera vez. Muchas gracias por su comentario y un cordial saludo.