CARTA SEXTA
Martes, once de diciembre de 1787.
“Don Bernardo me enseñó su bodega, donde él guarda varios enormes toneles llenos de vino y grandes cantidades de jarras en forma de ánfora antigua, de diez pies de altura y seis por lo menos de diámetro. Por primera vez en mi vida pude probar el auténtico chocolate español, con especias y un gusto fuerte a canela que es casi insoportable. Me ha abrasado la boca y no hago más que escupir y chisporrotear saliva.

El tiempo era tan húmedo y neblinoso que apenas podíamos ver a diez yardas; por lo tanto no puedo, en conciencia, hablar de los alrededores de Madrid tan mal como se merecen. Hacia la una los vapores comenzaron a disiparse y de entre ellos comenzó a emerger bruscamente una confusión de campanarios, cúpulas y torres. En el enorme edificio reconocí en seguida el palacio nuevo. Es del mismo estilo que Caserta, pero, por estar erigido en una eminencia del terreno, produce más efecto. A sus pies fluye el ridículo Mançanares (sic), cuyas orillas estaban revoloteantes de ropa blanca puesta a secar.

Pasamos por entre esta feria de trapos, entre grupos de viejas color caoba, que dejaron de golpear sus prendas para mirarnos pasar, y cruzamos el riachuelo por un amplio puente, entrando en Madrid por un arco de mediocre Arquitectura. El esmerado adoquinado de las calles, la altura de las casas y la alegre abundancia de las tiendas me sorprendieron.

Al entrar por la calle d´Alcala (sic), noble vía, más ancha que ninguna calle de Londres, mi sorpresa fue aún mayor. Varios magníficos palacios y conventos la adornan a ambos lados. En un extremo se ven los árboles y las fuentes del Prado y en el otro las majestuosas cúpulas de una serie de iglesias. Tenemos nuestras estancias en la Cruz de Malta, que, aunque muy mediocremente amuebladas, tienen al menos la ventaja de ofrecernos esta vista. Pasé media hora, antes de comer, observando la variedad de los carruajes que pasaban por la calle, ruidosos como matracas. La calle va en ligero declive y está adoquinada con notable uniformidad, lo cual permite a los carruajes ir a tremenda velocidad, que es lo elegante en Madrid, donde ir como una flecha, a riesgo de lisiar a las mulas y de romperse uno el cráneo, es seguir el ejemplo de Su Majestad, el monarca más raudo de nuestro tiempo.

Fui paseando hasta el Prado y quedé impresionadísimo por lo espacioso que es el paseo principal, la longitud de las avenidas y la majestuosidad de las fuentes. Aunque la tarde era húmeda y sombría había mucha gente paseándose y una larga fila de carruajes que se exhibían. Los vestidos de las mujeres, el corte de las libreas de los criados y los colores de los carruajes y hasta los calzones de los cocheros eran tan perfectamente parisinos que me imaginé que estaba en los Boulevards y busqué en vano con la vista esos carruajes pesadotes, rodeados de pajes y escuderos (sic), que con tanta frecuencia salen en las novelas españolas. Se ha producido un cambio tan completo que las antiguas costumbres nacionales han desaparecido casi del todo.
La devoción, sin embargo, no ha desaparecido aún del Prado y al sonido de la campana del Ave María los carruajes se detuvieron, los criados se descubrieron, las señoras se santiguaron y los paseantes se quedaron inmóviles, murmurando sus oraciones. Esta noche tengo entendido que hay ópera y comedia, pero no estoy de humor para ir a ninguna de ambas”.
William Beckford. Un inglés en la España de Godoy. Madrid, Taurus Ediciones, 1966. pp. 85-88.
Los relatos de viajeros suponen una fuente documental de gran interés. En particular, me parece revelador este comentario en lo que respecta a la absoluta implantación de la moda francesa: «Los vestidos de las mujeres, el corte de las libreas de los criados y los colores de los carruajes y hasta los calzones de los cocheros eran tan perfectamente parisinos que me imaginé que estaba en los Boulevards.»
Un cordial saludo