“Cuando María Antonieta llegó a Versalles la importancia de las apariencias reinaba en pleno corazón de París, la oferta de productos dedicados a la «toilette» era sumamente variada y su refinamiento había visto nacer un nuevo grupo profesional, los «Comerciantes de modas», una comunidad independiente, dentro del complejo panorama gremial de los «Artes y Oficios de la Villa». En cargados de la venta de toda una serie de elementos de carácter ornamental y accesorio entre los que podían figurar encajes, bordados, pasamanería, tules, muselinas, cinturones, puños, corbatas, pañuelos, capuchas, mantillas, capas y toquillas, los comerciantes de modas se ocupaban fundamentalmente de la disposición de estos innumerables adornos en el vestido y de la elección de los complementos adecuados. Estos profesionales eran en realidad los que diseñaban o componían la imagen de sus clientas, un grupo de elite dentro del sector de la costura que coordinaba los trabajos de los talleres dedicados a la realización técnica del traje y tenía a su cargo todos los componentes no necesarios en la ropa, de forma que el «quelque chose en plus» parecía ser el lema de sus establecimientos. En ese «algo más» recaían funciones como la seducción, distinción y singularidad, un lujo innecesario aunque imprescindible en el ejercicio de poder desplegado por el arte de vestir. Los comerciantes de modas atesoraban las claves de ese dominio, pues gracias a su falta de limitaciones corporativas poseían plena libertad en un trabajo consistente en armonizar conjuntos, formas, colores, en adornar y saber dotar de originalidad a trajes muy similares.

La particularidad que diferenciaba a este especial y ventajoso gremio, en el conjunto de los oficios dedicados a las empresas indumentarias, fue la de estar al cargo de introducir novedades en el estilismo del vestir, apropiándose, así, de una de las cualidades esenciales, tal vez la más genuina, de la dinámica de la moda. Calificados por sus contemporáneos de «poetas» y «grandes directores del gusto», se consideraban los arquitectos de la profesión, mientras que en los sastres y modistas recaían tareas de tipo artesanal. El gusto suponía la propiedad sustantiva de estos profesionales, concretamente su excelencia, pues ella demostraba un discernimiento admirable a la hora de conjugar sentido y sensibilidad, poniendo en juego las más nobles facultades del ser humano. Debido a su alta significación, el tema del gusto se estaba convirtiendo en auténtico referente social y cultural, motivo de indagación teórica por parte de filósofos e ilustrados. Voltaire, en su definición para el Diccionario Enciclopédico, se aproxima al Gusto vinculándolo al sentimiento «de las bellezas y los defectos de todas las artes», concediéndole mayor entidad al tema Edmund Burke quien, advirtiendo de las dificultades que entrañaba su idea, lo interpreta como «aquella facultad o facultades de nuestra mente, que se ven influenciadas por, o que forman un juicio acerca de, las obras de la imaginación y de las artes elegantes».

El gusto representaba, por lo tanto, una cualidad imprescindible en los procesos creativos o experiencias estéticas y, aunque parece admitir, con Montesquieu, la existencia de un gusto natural, valora más el adquirido, porque el gusto es común a todo el género humano, pero no igual, susceptible por lo tanto de mejorar. «Exactamente en la misma medida que mejoramos nuestro juicio, ampliando nuestro conocimiento, mediante una atención constante a nuestro objeto y mediante un ejercicio frecuente». En este sentido, al calificar a los comerciantes de modas con el título de «directores del gusto» se otorgaba a su trabajo una dimensión creativa y reconocimiento artístico excepcionales.

La representante más prestigiosa de esta corporación fue Rose Bertin (1747-1813) dueña de «Au Grand Mogol», establecimiento a medio camino entre las boutiques y los futuros almacenes de novedades del siglo XIX. Decorado con sumo esmero, una importante galería de retratos y el cartel en el que se anunciaba como «Marchante de modas de la reina» añadían seriedad y profesionalidad al sugestivo reclamo oriental del nombre de la tienda. En sus dependencias trabajaban unos treinta empleados al mando de Rose Bertin, cuyas cualidades para la elección de tejidos y el adorno hacían de ella, según numerosos testimonios literarios, la mayor creadora de modas de su tiempo. Al servicio de María Antonieta desde su llegada a la Corte, influyó de manera determinante en los gustos de la reina, pues poseía, además del genio creador, la autoridad necesaria para imponer sus opiniones y una clara conciencia de su valor por la que reclamaba ser pagada como si se tratase de una artista.

Ambiciosa y persuasiva, María Antonieta la nombró «Ministre des Modes», cargo que no respondía a un simple capricho, sino a la pura lógica del mecanismo de dominio en el que la propia reina había convertido la moda. Vestir siguiendo sus criterios, compartir la información sobre las novedades, mostrar, en definitiva, especial interés por estos temas repercutía directamente en la posición otorgada por la soberana a los miembros de su Corte. Pero además, la moda era también para María Antonieta un ámbito de realización personal, similar al conquistado en los «salones» por las mujeres ilustradas. En este sentido, resulta muy significativo el hecho de que fuese la primera en adoptar las modas de inspiración inglesa, elogiadas por su apreciado Jean-Jacques Rousseau, quien encontraba en aquellos trajes una libertad de movimientos comparable a la permitida por la constitución de aquel país. Sus paseos por el Bosque de Bolonia, con traje de amazona, los vestidos de delicada muselina blanca, conocidos con el nombre de «chemise» de la reina, las pamelas de paja, los redingotes de corte masculino con los que aparecía en los retratos realizados por Elisabeth Louise Vigée Le Brun, suponían una provocación criticada y comentada en círculos oficiales. Porque la nueva imagen de la reina no solo minaba la autoridad del «traje a la francesa» sino que se mostraba plenamente acorde con modernos idea les de corte político e intelectual, participando del gusto inglés, de la anglomanía del momento.”
Lourdes Cerrillo Rubio. «El gusto en los vestidos: los orígenes de la moda de autor». Simposio Reflexiones sobre el gusto. Zaragoza, IFC, 2012. pp.129-131.