El vestido como expresión de la cultura pecuniaria


          “Ninguna especie de consumo presenta un ejemplo mejor que el gasto realizado en materia de vestido. La regla que encuentra expresión especial en el vestido es la del derroche ostensible de bienes, aunque los demás principios reguladores de la reputación pecuniaria relacionados con ella encuentran también aquí buena ocasión de manifestarse. Otros medios de poner en evidencia la situación pecuniaria del individuo sirven eficazmente a este fin; y siempre y en todas partes están en boga otros métodos; pero el gasto en el vestir tiene, sobre la mayor parte de los demás métodos, la ventaja de que nuestro atavío está siempre de manifiesto y ofrece al observador una indicación de nuestra situación pecuniaria que puede apreciarse a primera vista. Es también cierto que el gasto admitido en materia de ostentación es una característica que se encuentra presente de modo más notorio y acaso universal en lo que se refiere al vestido que en ninguna otra especie de consumo. Nadie discute el lugar común de que la mayor parte del gasto realizado por todas las clases en lo que se refiere a su atavío se realiza pensando en conseguir una apariencia respetable y no en la protección de la persona. Y, probablemente, en ningún otro punto se siente con tanta agudeza la sensación de mezquindad, que al no llegar al patrón fijado por el uso social en materia de vestidos.

Edgar Degas. La familia Bellelli. 1858. Musée d´Orsay.
Edgar Degas. La familia Bellelli. 1858. Musée d´Orsay.

           Las personas sufren un grado considerable de privaciones de las comodidades o de las cosas necesarias para la vida, con objeto de poderse permitir lo que se considera como una cantidad decorosa de consumo derrochador; esto es cierto del vestido en grado aún mayor que de los demás artículos de consumo; de tal manera que no es, en modo alguno, una ocurrencia rara encontrar en un clima inclemente personas que van mal abrigadas para aparecer como bien vestidas. Y el valor comercial de las mercancías empleadas en el vestido en cualquier comunidad moderna se debe, en una extensión mucho mayor, al hecho de que esté de moda y al aumento de reputación que proporcionan las mercancías, que al servicio mecánico que prestan para vestir a la persona que las use. La necesidad del vestido es una necesidad eminentemente espiritual o «superior».

Franz Xaver Winterhalter. 1858. Museo del Hermitage.
Franz Xaver Winterhalter. Retrato de la condesa Olga Shuvalova. 1858. Hermitage Museum.

          Esta necesidad espiritual del vestido no es, por entero ni siquiera de modo fundamental, una propensión ingenua a la exhibición del gasto. La ley del derroche ostensible guía el consumo en lo que se refiere al atavío— como en lo relativo a las demás cosas —, principalmente de segunda intención, al modelar los cánones de gusto y decoro. En la mayor parte de los casos, el motivo consciente del comprador o portador de atavíos ostensiblemente costosos es la necesidad de conformarse al uso establecido y de vivir con arreglo a los patrones acreditados de gasto y reputación. No es sólo que, para evitarse la mortificación que resulta de los comentarios y observaciones desfavorables, deba uno guiarse por el código de las conveniencias relativas al vestido, aunque ese motivo cuenta bastante por sí solo; es que, además, la exigencia del costo elevado está tan profundamente engranada en nuestros hábitos mentales en materia de vestido que cualquier cosa que no sea un atavío costoso nos resulta instintivamente odiosa. Sin reflexión o análisis sentimos que lo barato es indigno. «Un traje barato hace a un hombre barato» En materia de vestido se siente la verdad de la expresión «barato y malo» aun con menos atenuaciones que en otras direcciones de consumo. Sobre la base del gusto y la utilidad, un artículo de vestir que no sea costoso se considera como inferior con arreglo a la máxima «barato y malo».

Henri Fantin-Latour. Retrato de Édouard Manet.1867. Art Institute of Chicago.
Henri Fantin-Latour. Retrato de Édouard Manet.1867. Art Institute of Chicago.

           Hasta cierto punto, encontramos que las cosas son bellas —y útiles— en proporción a su costo. Con pocas y no importantes excepciones, todos encontramos que— tanto por lo que se refiere a la belleza como en lo relativo a la utilidad — es preferible un artículo de vestido costoso y hecho a mano a una imitación menos costosa de él, por bien que el artículo espurio pueda imitar el original costoso; y lo que ofende a nuestra sensibilidad en el artículo espurio no es que sea defectuoso de forma o color, o en cualquier otro efecto visual. El artículo ofensivo puede ser una imitación tan buena que desafíe todo examen que no sea muy minucioso; y, sin embargo, en el momento en que se descubre la falsificación, su valor estético, así como su valor comercial, declinan rápidamente. No es sólo eso, sino que puede afirmarse con poco riesgo de contradicción que, en materia de vestido, el valor estético de una falsificación descubierta declina aproximadamente en la misma proporción en que el artículo falsificado es más barato que su original. Pierde casta desde el punto de vista estético porque cae a un grado pecuniario inferior.

Max Kurzweil. Mujer con vestido amarillo. 1899. Museo de Viena.
Max Kurzweil. Mujer con vestido amarillo. 1899. Wien Museum.

          Pero la función del vestido como demostración de la capacidad de pagar no acaba con mostrar simplemente que el usuario consume mercancías valiosas en una cantidad que excede a la necesaria para su comodidad física. El simple derroche ostensible de mercancías es eficaz y satisfactorio en la medida en que se practica; es una buena presunción del valor social. Pero el vestido tiene posibilidades más útiles y de mucho mayor alcance que esa prueba tosca y de primera mano del mero derroche ostensible. Si, además de mostrar que el usuario puede permitirse consumir sin trabas y en forma antieconómica, puede también mostrarse a la vez que no se encuentra obligado (u obligada) a ganarse la vida, la prueba de su valor social se realza de modo muy considerable. Por ende, nuestro vestido, para servir eficazmente a su finalidad, debe no sólo ser caro, sino demostrar a la vez, sin lugar a dudas, a todos los observadores que el usuario no se dedica a ninguna especie de trabajo productivo. En el proceso evolutivo que ha llevado nuestro sistema de vestido hasta su actual adaptación, admirablemente perfecta, a su finalidad, se ha dado la debida atención a esa línea subsidiaria de prueba. Un examen detallado de lo que se estima en el juicio popular como apariencia elegante demostrará que tiende a dar, en todo momento, la impresión de que el usuario no realiza habitualmente ningún esfuerzo útil. No hay que decir que ningún atavío puede considerarse elegante, ni siquiera decoroso, si muestra los efectos del trabajo manual sobre el usuario, ya sea por su suciedad o por su uso.

Philip Alexius de László. Catherine d'Erlanger, 1899, Messum's Fine Art. Londres.
Philip Alexius de László. Catherine d’Erlanger. 1899, Messum’s Fine Art. 

          El efecto agradable de unas vestiduras limpias y sin manchas se debe principal, sino enteramente, a que llevan consigo la sugestión del ocio de la exención  de todo contacto personal con procesos industriales de cualquier clase que sean—. Gran parte del encanto atribuido al zapato de charol, a la ropa blanca impoluta, al sombrero de copa brillante y al bastón, que realzan en tan gran medida la dignidad natural de un caballero, deriva del hecho de que sugieren sin ningún género de dudas que el usuario no puede, así vestido, echar mano a ninguna tarea que sirva de modo directo e inmediato a ninguna actividad humana útil. Los vestidos elegantes sirven a su finalidad de elegancia no sólo por ser caros, sino también porque constituyen los símbolos del ocio. No sólo muestran que el usuario es capaz de consumir un valor relativamente grande, sino que indican a la vez que consume sin producir.

James Tissot. Una mujer ambiciosa. 1883-1885. Albright–Knox Art Gallery. Buffalo.
James Tissot. Una mujer ambiciosa. 1883-1885. Albright–Knox Art Gallery. Buffalo.

          El vestido de las mujeres llega más lejos aún que el de los hombres, en lo que se refiere a demostrar que quien lo usa se abstiene de toda tarea productiva. No se necesitan argumentos para imponer el convencimiento de que los estilos más elegantes de los sombreros femeninos llegan aún más lejos que el sombrero de copa de los hombres, en punto a hacer imposible el trabajo. El zapato de la mujer añade el denominado tacón Luis XV a la demostración de ociosidad forzosa que presenta su brillo; porque ese tacón alto hace indudablemente en extremo difícil aún el trabajo manual más simple y necesario. Lo mismo vale, y aun en mayor grado, para la falda y el resto de las ropas que caracterizan el vestido femenino. La razón sustancial de nuestro tenaz aferramiento a la falda es precisamente ésta: es cara y dificulta a su usuaria todo movimiento, incapacitándola para todo trabajo útil. Lo mismo puede afirmarse de la costumbre femenina de llevar el cabello excesivamente largo.

Maison Léoty. Corsé. Francia. 1891. Metropolitan Museum
Maison Léoty. Corsé. Francia. 1891. Metropolitan Museum

          Pero el vestido femenino no sólo va más allá que el del hombre moderno, en lo que se refiere al grado en que demuestra su exención del trabajo, sino que añade un rasgo peculiar y extremadamente característico que difiere en su esencia de todo lo que los hombres practican habitualmente. Esa característica la aportan la clase de artificios de que es ejemplo típico el corsé. En teoría económica, el corsé es, sustancialmente, una mutilación, provocada con el propósito de rebajar la vitalidad de su usuaria y hacerla incapaz para el trabajo de modo permanente e indudable. Es cierto que el corsé perjudica los atractivos personales de su portadora, pero la pérdida que se sufre por ese lado se compensa con creces con lo que se gana en reputación, ganancia derivada de su costo e invalidez visiblemente aumentados. Podría decirse en términos generales que, en lo fundamental, la feminidad de los vestidos de la mujer se resuelve en la eficacia de los obstáculos a cualquier esfuerzo útil que presentan los ornamentos peculiares de las damas.”

Thorstein Bunde Veblen. Teoría de la clase ociosa.  2008. Alianza. pp. 102-104. 

Teoría de la clase ociosa fue publicado en 1899.

2 Comentarios

  1. roserjb dice:

    Excelente blog! Muchas gracias y un saludo! 😉

    1. Gracias por tu comentario y por seguir mi trabajo. Un cordial saludo para ti también.

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