“Mil aspectos conviene tener en cuenta, al tratar del amor en esta centuria. Hasta la muerte de Luis XIV, diríase que Francia se ocupa en divinizar al amor. Hace de éste una pasión teórica, un dogma rodeado de una adoración que se asemeja a un culto. Le atribuye un lenguaje glorioso con los refinados conceptos y las fórmulas fervientes de las religiones llenas de ejercicios y símbolos. Oculta lo material del amor con lo inmaterial del sentimiento, el cuerpo del dios con el velo de su espíritu. Hasta el siglo XVIII, el amor habla y se declara como si apenas guardase relación con los sentidos y como si fuera, lo mismo en el hombre que en la mujer, una virtud de grandeza y delicadeza, de valor y generosidad. El amor exige todas las demostraciones y todos los escrúpulos de la galantería, el anhelo de agradar, los cuidados, la paciente espera, los respetos, los juramentos, la gratitud y la discreción. Sabe disimular sus flaquezas; sus mayores escándalos, sus errores, sus vergüenzas mismas, consiguen rodearse de una atmósfera de majestad y cortesía que equivale a una excusa y es una forma del pudor. Ese ideal que ha elevado hasta sí el amor es el ideal caballeresco de Francia, ideal de la inteligencia y el heroísmo convertido en un ideal de la nobleza. Pero todo cambia en el siglo XVIII: el ideal del amor en tiempos de Luis XV no es otra cosa que el deseo; el amor es simplemente la voluptuosidad.

¡Voluptuosidad! Es el lema, el secreto, el encanto y el alma del siglo XVII. Es el aire que lo sustenta y lo anima. Es su elemento y su inspiración, su vida y su carácter. La voluptuosidad impone su hechizo a las costumbres, los gustos, las acciones y las obras de la época. Es su hada y su musa, y se la siente dominar en el estilo de todas sus artes y sus modas, hasta el punto de que nada queda, nada sobrevive, de ese siglo de la mujer que no haya sido creado, acariciado, conservado por la voluptuosidad, como una reliquia de su gracia inmortal en el perfume del placer.

La mujer, entonces, es toda voluptuosidad. La voluptuosidad dirige su tocado. Le calza las chinelas, que la hacen caminar contoneándose. Le empolva los cabellos, y el semblante parece brotar de una nube con el brillo de los ojos y la luz de la sonrisa. Le realza el color de la tez. Le pone púrpura en los pómulos. Le baña los brazos con encajes. La parte alta del vestido es como una promesa de todo el cuerpo de la mujer: descubre más que la garganta, y se ve, no sólo de noche, en los salones, sino a cualquier hora, en la calle, a la mujer descotada y provocativa, paseando la seducción de su carne desnuda y de su piel blanca que los ojos de los transeúntes acarician como una luz y como una flor. El vestido y los detalles del vestido de la mujer, la voluptuosidad los inventa y los adapta al amor, haciendo de sus propios velos un incentivo. Para cada adorno busca un nombre que suscite un deseo, una curiosidad en los hombres.

Así ataviada, la mujer se siente envuelta por la voluptuosidad que multiplica ante sus ojos su imagen y sus formas galantes, como en una cámara de espejos. La voluptuosidad canta, sonríe y atrae hasta por medio de las cosas mudas y habituales del aposento femenino: los adornos y la media luz de la alcoba, la elegancia del tocador, la suavidad de las sedas y la feliz disposición de los espejos. Las pinturas de las puertas son de motivos amables. Entre aromas de ámbar, la voluptuosidad hace vivir, soñar y despertarse a la mujer en medio de una claridad tenue y velada, ofreciéndole muebles que invitan a las posturas indolentes, como los sofaes y los divanes, o que permiten, como las «duquesas», actitudes encantadoras, y al parecer descuidadas, que descubren la miniatura de un pie o la gracia insinuante de una pantorrilla. La imaginación de la voluptuosidad preside a la imaginación de todos los oficios y de todos los lujos que se consagran a la mujer. Y cuando la mujer se aleja de su morada, en la que todo es suave, mimoso y misterioso ¿a quién se encuentra? A la voluptuosidad, que no la abandona, que la sigue en esos coches tan bien preparados contra la timidez: en alguno de esos vis-à-vis donde las miradas se enfrentan, las respiraciones se confunden y las piernas se entrelazan.

¿Frecuenta la mujer los círculos sociales? Pues la conversación, los cumplimientos y las alabanzas, los equívocos y las anécdotas, las charadas y los logogrifos, tan de moda entonces, velando el cinismo con el halago hasta en la sociedad más prócer, hacen que perciba nuevamente el rumor de la época, el eco de la galantería que resuena en lo más profundo de su ser. El espíritu del tiempo la asedia, agita a todas horas sus sentidos y le pone en las manos los libros que él inspiró y que aplaude: los folletines callejeros, los opúsculos de temas entretenidos y livianos, las novelitas alegóricas y graciosamente procaces, los cuentos de hadas con toques libertinos, los cuadros de costumbres picarescos y, por último, las fantasías eróticas que parecen ofrecer sobre el fondo de un oriente convencional y barroco, las distracciones nocturnas más excitantes”.
Edmundo y Julio de Goncourt. La mujer en el siglo XVIII. Editorial Peuser. Buenos Aires. 1946. pp. 99-101.
Ahora entiende uno, en toda su plenitud, lo que quería decir el príncipe de Talleyrand cuando afirmaba que «el que no conoció el Antiguo Régimen no sabe lo que es la dulzura de vivir».