“El reino o provincia de Andalucía, por su posición local, su clima, sus lugares de interés y su accesibilidad, debe anteponerse a todos los demás reinos de España. Es la Tarshish de la Biblia, palabra que ha sido interpretada por sir William Betham como «el más lejano de los lugares habitados que se conocen».
Era la ultima terrae de los clásicos, los confines de la tierra adonde Jonás quería huir. Tarshish, Tartessus en la incierta geografía de los antiguos –mantenidos deliberadamente en la incertidumbre por los suspicaces fenicios, exploradores de todo comercio libre–, fue durante mucho tiempo un término vago y general, como nuestras Indias. Era aplicado a veces a una ciudad, a un río o a una localidad, por autores que escribían para Roma, o sea, un ciego guiando a otro ciego. Pero cuando los romanos, después de la caída de Cartago, consiguieron el dominio indiscutido de la Península, estas dificultades fueron eliminadas y el sur de España recibió el nombre de Bética, del Baetis o Guadalquivir, que divide sus partes más bellas.

Cuando la invasión goda, esta provincia fue ocupada por los vándalos. Su ocupación fue breve porque no tardaron en ser echados al norte de África por los visigodos. Pero, a pesar de todo, dejaron allí su nombre, y fijaron la nomenclatura a ambos lados del estrecho, llamándose durante mucho tiempo Vandalucía, o Beled-el-Andalosh, «el territorio de los vándalos». Sus habitantes, sin embargo, no fueron jamás vándalos en el segundo sentido de esta palabra, sino que, por el contrario, eran y siempre han sido la gente más elegante, refinada y sensual de la Península; eran los jonios, mientras que los cántabros y celtíberos eran los espartanos. Y en ningún lugar, hasta el día de hoy, se nota de manera tan clara la raza: proceden de sangre del sur, de los fenicios, mientras que los aragoneses y catalanes proceden de sangre nórdica o celta. Diferencias semejantes se perciben en el norte de Irlanda, que está habitada por una raza anglosajona escocesa, y la gente del sur que, como los andaluces, se ufana de ser milesios de verdad. Tampoco faltan similitudes en el carácter nacional.

Ambos son parecidos: impresionables como niños, indiferentes a los resultados, incapaces de calcular las posibilidades, víctimas pasivas del impulso violento, alegres, listos, bienhumorados y vivos, y la gente más fácil de embaucar con cierta lógica. Basta con decirles que su país es el más bello y ellos la gente mejor, más bella, valiente y civilizada del mundo, y se dejarán llevar como niños. De todos los españoles los andaluces son los más dados a la jactancia; se jactan sobre todo de su valor y de su fortuna. El andaluz termina creyéndose su propia mentira, y de aquí que siempre esté contento, ya que consigo mismo se lleva mejor que con nadie. Sus cualidades redentoras son sus maneras afables y corteses, su carácter vivo y sociable, su agudo ingenio y su brillantez: es ostentoso y, en la medida en que sus medios limitados se lo permitan, ansioso siempre de mostrarse hospitalario con el forastero, en el sentido que se da en España a esta palabra, que en inglés no tiene nada que ver con la cocina. Como en los días de Estrabón, el andaluz actual tiende más a sentir simpatía que antipatía por el extranjero, y es que el tráfico de sus ricas ciudades marítimas ha echado abajo, en parte, los prejuicios de tierra adentro.

La imaginación oriental de los andaluces da a las cosas y a la gente el colorido brillante de su espléndido sol; su exageración, la ponderación, es solo aventajada por su credulidad, que es como la hermana gemela de aquella. Todo para ellos está en superlativo o en diminutivo, sobre todo por lo que se refiere a la palabra en aquello y a los hechos en esto. Tienen siempre anhelos de cosas inalcanzables y una gran indiferencia por lo práctico; en realidad nunca saben o se preocupan mucho por el objeto que buscan. Son incapaces de una constante sobriedad de conducta, que es la única manera de triunfar a la larga.

(…) El traje provincial es tan extremadamente pintoresco que, en nuestra tierra, carente de trajes típicos, es adoptado para los bailes de máscaras; el que quiera verlo en todo su efecto tiene que ir a una aldea andaluza en algún día de fiesta, cuando todos salen vestidos con su mejor ropa. Cualesquiera sean los méritos de los sastres y las modistas, la naturaleza ha echado una mano en esta buena obra; el andaluz, además, está perfectamente moldeado para ello, porque es alto, bien formado, fuerte y nervudo. La hembra es digna de su compañero y con frecuencia su forma es de una impecable simetría, a la que hay que añadir su peculiar y muy fascinante gracia y movimiento, todo lo cual es esencial para los bailarines, los toreros y los majos. Estos se cuentan, evidentemente, entre los «objetos dignos de observación» de esta provincia, y sin duda el viajero, quiera o no, se encontrará con ellos a cada paso.”

Richard Ford. Manual para viajeros por España y lectores en casa. Londres 1845.
La guía de Ford, considerada una joya de la literatura de viajes, fue publicada en Londres en 1845 en dos tomos. Ha sido reeditada en numerosas ocasiones y constituye una fuente de gran interés sociológico y visual para el estudio de la España de mediados del siglo XIX. Su atractivo reside tanto en la visión de nuestro país por los extranjeros con sus luces y sombras, como en los cientos de dibujos que Ford realizó.
Gran artículo