El sombrero femenino según Emilia Pardo Bazán


          “Alguna vez las modas (asunto que parece frívolo y no lo es tanto como parece) se imponen a la crónica de actualidad, no porque ésta trate de hacer competencia a los artículos de fondo de los figurines, sino porque en la vida, cuya trama da tela a la susodicha crónica, la cuestión de las modas ocupa lugar, cada día en mayores extensiones del globo síntoma también muy revelador y elocuente.

Juan Antonio Benllure. Pepita. 1908. Museo Nacional de Arte de Cataluña.
Juan Antonio Benllure. Pepita. 1908. Museo Nacional de Arte de Cataluña.

          Sin ser corta, tampoco es mi vida la de un patriarca Matusalem, y en ella cabe ya el recuerdo de épocas en que la moda estaba muy circunscrita y en que el trapo no influía la centésima parte que hoy. La nivelación casi absoluta del modo de vestir amaga a Europa, introduciendo en las diversas clases sociales fermentos de inquietud y corrupción. Sólo un poco de buen sentido y mucho de buen gusto podrían poner diques a esta marea de lo que no llamaré lujo, pero sí desorden en la indumentaria.

        Vaya un ejemplo. De los artículos más desquiciados en la vestimenta, es el sombrero de las señoras. Ya sé que este es un tema muy resobado, pero se nos impone con aflictivo apremio. ¿Cuál es el objeto del sombrero?, empecemos por preguntar. Distinguir a las «señoras» del pueblo, de las «artesanas» (esto acaso en primer término); rematar la toilette, y cubrir y resguardar (en último término, naturalmente) la cabeza. — Fijémonos en cada uno de estos fines, y en cómo los llena la moda de 1908-1909.

Joaquin Sorolla y Bastida. Elena con sombrero negro. 1910. Colección particular.
Joaquín Sorolla y Bastida. Elena con sombrero negro. 1910. Colección particular.

          Habría, por lo pronto, que especificar en qué (además del sombrero) se diferencia una «señora» de una «artesana.» Dejémonos de conceptos morales, de si es o no es señora la que se conduce de un modo o de otro, de si la que está en su casa es tan señora como, verbigracia, la princesa de Mentzikoft; olvidemos que la cortesía da el nombre de señoras a las mujeres ocupadas en labores humildes… y tomemos como norma vulgar del «señorío» el hecho de que una mujer sea lo bastante rica o acomodada para no necesitar dedicarse al trabajo manual. Es decir, que la «señora» empieza donde empieza la clase media desahogada; y, es decir, que, siendo innumerables las mujeres de la clase media laboriosa y menesterosa, hay en realidad muchas menos señoras de lo que acaso se pudiese suponer, y debían gastarse más pañolitos que sombreros (toda vez que cayó en desuso la mantilla nacional).

Auguste Renoir Joven con sombrero rosa y negro. 1891. Metropolitan Museum copia
Auguste Renoir. Joven con sombrero rosa y negro. 1891. Metropolitan Museum.

          Hablo de España. En Francia el sombrero es el tocado usual y corriente, y las francesas pobres tienen el arte de arreglarse unos sombreritos baratos y adecuados a su objeto, con los cuales están graciosas. y monísimas. No sucede otro tanto aquí. Como entre nosotros el sombrero no es indígena, sino trasplantado, las mujeres que lo usan sin poderlo usar, sin deberlo usar, pagan la pena llevando cada pantalla y cada serón (1) de higos que horripila. No hay adaptación al sombrero sino en las clases donde, como indiqué, el sombrero puede salir a escena con el aparato que su argumento requiere.

Joaquín Sorolla. Paseando por la orilla del mar. 1909. Museo Sorolla. Madrid.
Joaquín Sorolla. Paseando por la orilla del mar. 1909. Museo Sorolla.

          En efecto, llegan aquí los figurines, el primer surtido de invierno, y toma el rábano por las hojas la clientela de las modistas, incitada al gasto por ellas, que naturalmente quieren vender. En vez de pensar las señoras si están en el caso de armonizar con el sombrero la vida, sueñan quizás, ante el armatoste de terciopelo o fieltro, más empenachado que cimera heráldica, otra vida, una existencia de triunfos de elegancia, de sugestiones envidiosas, de gran chic a todo trapo. Y aflojan los quince, los veinte duros, y el cartón llega a la casa modesta, y queda depositado sobre el sofá de yute, al lado de la pieza de madapolán que han enviado de otra tienda, para hacera camisas baratas, a máquina y a domicilio. No se sabe dónde colocar el magnífico sombrero: no hay armario en que quepa: es preciso qué los chiquillos no lo manoseen, que se evite la curiosidad de la fámula las preguntas y las admiraciones de la vecina del tercero. En consejo de familia se exhibe la prenda: ¿es bonita?, des original?, ¿cae bien? El esposo tuerce el gesto, porque le duele el bolsillo; las niñas encuentran el sombrero algo «atrevido» para mamá; la hermana habla de otro idéntico que ha visto en otro sitio y que cuesta cinco duros menos, ¡cinco durazos!

        Llega el día de estrenar. Es de rigor que haga buen tiempo, que se reúnan determinadas circunstancias, y que toque ir de visita a casa de las amigas a quienes es sabroso epatar (¡galicismo irreemplazable y horrendo!) Y la señora se echa a la calle, empavesada—pero sin que el resto del atavío corresponda al sombrero ni por semejas, —caminando despacio oscilando las plumas a cada paso que da, como las de la condesa de Carrión en los bufonescas Campanas…

Cecilio Pla y Gallardo. Mujer en la playa. 1910-1920. Museo Nacional del Prado.
Cecilio Pla y Gallardo. Mujer en la playa. 1910-1920. Museo Nacional del Prado.

          Todo ello significa que el sombrero no puede comprarse sólo porque tenga novedad y muchas «fantasías;» y que, si se da de cachetes con todo el resto de la situación que ocupa la mujer, es buenamente ridículo. La mujer que va en coche puede permitirse sombreros que están vedados a la infantería. La mujer que adquiere cinco o seis sombreros a principio de estación puede dar rienda suelta al capricho, lo cual no le es lícito a la que ha de contentarse con uno solo. El sombrero (es elemental) ha de guardar relación con las ocasiones de usarlo.

          Esta misma afirmación es censura de las locas que exageraciones de los sombreros actuales, que convierten a la mujer, escurrida por abajo e inmensa por arriba, en clavo romano, hongo disforme o sombrilla japonesa abierta. Noto que acabo de decir que la mujer en coche está facultada para excederse en el sombrero, y me apresuro a rectificar. Con los sombreros del día, tendrá que ir siempre en coche abierto; de otro modo, no cabe, ni por la portezuela ni ya sentada en el interior. Y ¿sabéis la íntima desolación de la mujer a quien se le tuerce el sombrero? ¿Sabéis el martirio de las horquillas desbaratadas, del peinado revuelto, de las agujas que se hincan en el cráneo?

Joaquin Sorolla. Clotilde paseando en los Jardines de la Granja.1907. Museo Sorolla.
Joaquin Sorolla. Clotilde paseando en los Jardines de la Granja.1907. Museo Sorolla.

          Natural parecería–si la mujer mirase por su bienestar, no opuesto, al contrario, a su atractivo y seducción–que jamás hubiese consentido sombreros que, o por sus desmedidas proporciones o por su toda forma ilógica, son una tortura. Sombrero hay que no se sabe cómo ni por dónde fijarlo en la cabeza. Sombrero hay que pesa un kilo, kilo y medio… con los accesorios. Sombrero hay que guiña irremisiblemente hacia un lado, por haber recargado en él la modista el adorno, por ende, el peso, y existir, mientras, no se demuestre científicamente lo contrario, la ley de gravedad….

          Para consolarnos de todas estas imperfecciones, sobras más bien que faltas, nos dicen los periódicos que han sido lanzados a la circulación sombreros de un metro cincuenta de diámetro, tres de circunferencias, y tres mil francos de coste. Demos por seguro que se trata de una extravagancia estrepitosa, destinada a lanzar por el reclamo y el alboroto a una actriz, a una hétera(2) o a una chiflada suelta, de esas que necesitan el ruido y el asombro de los papanatas. Aun así, convengamos en que es síntoma, como lo es también el escurrido de las faldas y los ligamentos y plomos que le prestan la «silueta de tirabuzón» (¡otro galicismo crispante!) reclamada por la moda”.

1.- Especie de capazo de esparto, más ancho que largo, que se usaba para llevar cargas en las caballerías.

2.- Hetera o hetaira, era el nombre que recibía en la antigua Grecia una clase distinguida de mujeres libres, la cual generalmente desempeñaba funciones de artista, contertulia, prostituta y acompañante. En contraste con la mayoría de mujeres de la antigua Grecia, las heteras recibían educación, poseían independencia económica y podían alcanzar un gran poder social, y eran las únicas mujeres que podían participar en los simposios (reuniones festivas de políticos, filósofos, artistas y eruditos), siendo sus opiniones y creencias muy respetadas por los hombres. (Wikipedia).

Emilia Pardo Bazán.  » La vida contemporánea». La Ilustración Artística.  Número 1.402. Barcelona. 1908.