“El mundo también debería estarle agradecido a Felipe por su habilidad a la hora de adquirir y conservar libros. Los 812 volúmenes que integraban su colección en 1553 habían pasado en 1576 a ser más de 4.500, incluidas casi 1.000 obras impresas en latín (sobre teología, filosofía, matemáticas, leyes, medicina e historia) y otras 500 en español (principalmente sobre teología, derecho e historia), así como más de 150 libros en griego, 30 en hebreo, varios en italiano y francés y uno en árabe. Entre los manuscritos se incluían ejemplares en griego y alemán, así como en latín y español, y tres copias del Corán. En 1576 Felipe transfirió casi toda su colección a San Lorenzo, la cual, a su muerte, contaba con 14.000 volúmenes, incluidos más de 1.100 en griego, unos 500 en árabe y casi 100 códices hebreos, constituyendo, con mucho, la biblioteca privada más extensa del mundo occidental.

Pese al tamaño de su colección, el rey estaba familiarizado con sus libros. Antonio Gracián y Dantisco, el eminente erudito que supervisaba el «concierto» de los libros del rey en San Lorenzo además de gestionar su correspondencia privada, en numerosas ocasiones dejó registrado en su Diurnal la intervención de Felipe. En agosto de 1572 «su Majestad quería ver los libros de canto»; al enero siguiente, Gracián recibió una amplia remesa de libros clásicos y «su Majestad subió a la librería y vio algunas»; en julio de 1573 «mostré a su Majestad algunos libros de la librería y entretúvose con ellos un rato». Estas visitas se hicieron habituales: «muchas vezes se holgaba [el rey] de leer y se entretenía el tiempo que le quedaba de tantas y tan grandes ocupaciones en ejercicio tan importante a los reyes». En mayo de 1575, la familia real con «muchos criados de sus magestades» realizó un recorrido por la biblioteca y «el rey nuestro señor era él que iba haciendo la plática de todas las cosas que había en la dicha librería, y las enseñaba y platicaba a la Reina Doña Anna, de manera que lo vieron todo muy bien y de espacio». El interés del rey por la literatura llegó aún más lejos. En torno a 1560 escribió un breve libro (desgraciadamente perdido) titulado El Orden de las Criaturas y admirable artificio del Creador, y aparentemente compuso también alguna poesía, incluida una elegante «canción» sobre el conocido verso
¿Contentamiento, dó estás?
Que no te tiene ninguno.
Si piensa tenerte alguno,
no sabe por donde vas.
La glosa atribuida al rey, en ocho quintillas, comenzaba
Lo que se debe entender,
fortuna de tu caudal,
es que, siendo temporal.
no puedes satisfacer
al alma que es inmortal.
Tú me diste y me vas dando
honra, estado, reino y mando;
y es tan poco cuanto das
que digo de cuando en cuando:
—Contentamiento ¿dó estás?
Y terminaba:
Quien te busca entre contentos
contento, tenga entendido
que te pierde y ha perdido
porque entre los descontentos
sueles estar escondido.
Y si Dios, fuera de ti,
padeció penas por mí,
para entrar en donde estás,
el que no va por aquí
no sabe por donde vas.
Otra octava real atribuida a Felipe II describía asimismo la inutilidad de los placeres mundanos y la ineludible naturaleza de un juicio final
Larga cuenta que dar de tiempo largo,
término breve, tránsito forzoso,
terrible tribunal, juicio amargo,
hasta los mismos Santos espantoso.
Muchas las culpas, débil el descargo,
recto juez y, entonces, riguroso
pleito que va a gozar de Dios eterno
o a penar para siempre en el infierno.

Aunque el rey realizó por tanto incursiones en la pintura y la literatura, según Luis Cabrera de Córdoba, nunca cantó ni tocó instrumento alguno, si bien es indudable que poseía un fino oído para la música y se tomaba gran interés en su ejecución. Así, en 1586, justo antes de la consagración de la basílica de El Escorial, refiere Sepúlveda:
Fuimos los frailes a ver el coro, que le acababan de poner en la perfección que ahora está. Oyónos el Rey Católico desde sus oratorios y enviónos a decir con una ayuda de cámara que cantásemos un psalmo para ver cómo salían las voces en una iglesia y coro tan grande. Hízose así y salió celestialmente. Mandó [Su Magestad] que rezásemos otro para ver si salía bien como él deseaba probar, y salió que no hubo más que pedir.
El rey también acogía con agrado a compositores e intérpretes en su corte. Unos ciento cincuenta músicos servían en la casa real, ya fuera en la capilla, la cámara o la caballeriza (los trompetas, la mayoría de ellos italianos, y los atabaleros). Entre ellos se destacaron a Antonio de Cabezón (1500-1566), dotado organista y compositor de la capilla real; Tomás Luis de Victoria (1548-1611), compositor sobresaliente y prolífico además de capellán de María, la hermana de Felipe; y Philippe Rogier (1560-1598), uno de los muchos cantantes-compositores llegados de los Países Bajos a la corte española para formar parte de la capilla flamenca de Felipe. Cada uno de los tres dedicó al menos una de sus obras musicales al rey, de hecho, con las al menos doce obras musicales que le dedicaron (dos de ellas de Palestrina) entre 1552 y 1598, Felipe superó en este aspecto a todos sus contemporáneos.

Como en el caso de la pintura, Felipe seleccionaba, encargaba y coleccionaba diferentes tipos de música. Aunque impidió que los Papas impusieran la revisión de Palestrina del Canto Gregoriano en las iglesias de su reino, su principal motivo para hacerlo fue económico: acababa de conseguir el monopolio de imprimir todos los misales, diurnales y breviarios del Nuevo Rezado, que utilizaba el canto llano del rito de Toledo, y no quiso admitir un cambio que aventurara su inversión. Sin embargo, no es cierto, como muchos han afirmado, que prohibiera la polifonía en El Escorial. Simplemente, se limitó a mantener la tradición: «no es nuestra intención ni voluntad mudar ni alterar cosa alguna». Las Constituciones de la Orden Jerónima dejaban al prior que arbitrara el acompañamiento musical de cada servicio. La única innovación musical de Felipe parece haber sido la importación de Holanda de unos carillones. Instaló uno en Aranjuez y dos en El Escorial, uno con diecinueve campanas y otro con cuarenta «que con sus teclas como órgano tañen concertadamente», pero todas quedaron en silencio tras su muerte: «invención de flamencos y alemanes», opinó Sigüenza altaneramente, «acá no nos suena tan bien como a ellos».

Aun cuando él no supiera tañer ningún instrumento ni cantar, el rey quería que sus hijos crecieran en el amor a la música, y se aseguró de que las casas reales estuvieran bien dotadas de instrumentos musicales —el inventario recopilado después de su muerte incluía diez clavicordios, dieciséis gaitas y trece vihuelas («estas vihuelas servían de enseñar los niños cantorcillos en lo qual se rompieron»)— así como partituras de Josquín des Pres, Palestrina, Fernando de los Ríos y muchos otros.

También tuvo contratados a músicos y maestros de danzar al servicio de sus esposas Isabel (que poseía violones, vihuelas, cítara, clavicordio y órgano) y Ana (que heredó a algunos de los músicos de su predecesora y añadió un maestro de arpa y guitarras). Las infantas Isabel y Catalina aprendieron a tocar la vihuela, y el futuro Felipe III ya tocaba con gran tino la viola de arco o de gamba a los catorce años, cuando empezó a dar clases a un ayuda de cámara. El príncipe también «empezó a ejercitar su voz» a la misma edad, y «con el paso del tiempo le cambió la voz hasta convertirse en contrabajo, voz ésta que entonces formó muy bien, y después se convirtió en un intérprete tan diestro y experto, que no había palabra o madrigal u otra pieza de música que no cantara muy bien.

Aparte de sus cuadros, libros e instrumentos musicales, Felipe era un ávido coleccionista de otros tesoros artísticos. Llegado el momento de su muerte, poseía más de cinco mil monedas y medallas, todas ellas guardadas en vitrinas especiales; 137 astrolabios y relojes; 113 estatuas de personas famosas esculpidas en bronce y mármol; así como incontables joyas, piedras preciosas y adornos de plata y oro. También heredó la magnífica colección de armas y armaduras reunidas originalmente por Carlos V y, en 1565, compró 18 carros y 20 pares de bueyes «para effecto de la traýda de la Armería que tenemos en la villa de Valladolid desde la dicha villa a la de Madrid», donde ha permanecido hasta hoy. A su muerte, las colecciones privadas del rey fueron valoradas en más de siete millones de ducados, más de los ingresos netos de la Hacienda de Castilla en un año entero”.

Geoffrey Parker. Felipe II. La biografía definitiva. Editorial Planeta. Edición de Kindle. pp. 379-385.