“Los reyes se ven obligados, a menudo, a hacer cosas que van contra sus inclinaciones y que hieren su buen natural. Les gusta hacer favores, y se ven a menudo obligados a castigar, perdiendo por ello gentes a las que quieren bien de modo natural. El interés del Estado debe ser contemplado primero. Se deben refrenar las inclinaciones, para no verse en el caso de tenerse que reprochar algo importante, que podría haberse hecho mejor; pero algunos intereses particulares me lo han impedido y han desviado la atención que debía haber puesto en la grandeza, el bien y el poderío del Estado. Con frecuencia uno se encuentra en situaciones penosas; las hay delicadas y difíciles de aclarar; se tienen ideas confusas.

Mientras le pase a uno esto, puede permanecer sin decidirse; pero en cuanto el espíritu se fije en algo y se crea ver el mejor partido, es necesario tomarlo. Es lo que frecuentemente me ha hecho alcanzar éxito en mis empresas. He cometido errores, que me han causado pesares infinitos, por complacer y por dejarme llevar con demasiada indolencia por la opinión de los demás. Nada es tan peligroso como la debilidad, de cualquier naturaleza que sea. Para mandar a los demás es menester elevarse por encima de ellos; y después de haber escuchado todas las opiniones, debe uno resolverse a formarse un juicio, sin preocupación, y pensando siempre en no ordenar ni ejecutar nada que sea indigno de uno mismo, del carácter con que se inviste, o de la grandeza del Estado. Los príncipes con buenas intenciones y algún conocimiento de sus asuntos, sea por experiencia, sea por estudio y por aplicarse con ahinco a la tarea de hacerse capaces, encuentran tantas cosas diferentes por las cuales pueden darse a conocer, que deben poner un cuidado especial y un interés universal en todo. Es preciso cuidarse de uno mismo, vigilar las propias inclinaciones, y estar siempre en guardia contra su propio carácter.

El oficio de rey es grande, es noble y lisonjero, cuando nos sentimos dignos de cumplir bien con todas las cosas a las que obliga; pero no está exento de penas, de fatigas, de inquietudes. La incertidumbre desespera a veces; y cuando se ha pasado un tiempo razonable examinando un asunto, es necesario decidirse y tomar el partido que se crea mejor. Cuando se tiene al Estado como fin se trabaja para uno mismo; el bien del uno hace la gloria del otro: cuando el primero es feliz, altivo y poderoso, aquél que es la causa de ello es, por lo mismo, glorioso y, por consiguiente, debe gozar más que sus súbditos, en relación con ellos y consigo mismo, de todo cuanto hay de más agradable en la vida.

Cuando uno se equivoca debe reparar su error lo más pronto posible, sin que ninguna consideración lo impida, ni siquiera la bondad. En 1671 murió un hombre que ocupaba el cargo de secretario de Estado, encargado del departamento de los extranjeros. Era hombre capaz, pero no carecía de defectos: sin embargo, desempeñaba bien este cargo, que es muy importante. Me pasé algún tiempo pensando a quién dar ese cargo, y después de haber pesado bien las cosas, encontré a un hombre que por haber servido mucho tiempo en las embajadas debería ser quien lo desempeñaría mejor.

Lo mandé llamar. Mi elección fue aprobada por todo el mundo, lo que no siempre sucede. A su regreso, lo puse en posesión del cargo. Lo conocía únicamente por su reputación y por las comisiones que le había encargado y que siempre ejecutó bien; pero el empleo que le di resultó demasiado grande y demasiado complicado para él. No disfruté de todas las ventajas que pude tener, por complacencia y bondad. Por último, tuve que ordenarle que se retirara, porque lo que pasaba por sus manos perdía la grandeza y la fuerza necesarias a la ejecución de las órdenes de un rey de Francia. Si hubiera tomado la decisión de alejarlo antes, me habría evitado todos los inconvenientes, y no me reprocharía que mi complacencia con el haya podido perjudicar al Estado. Me he demorado en este detalle para exponer un ejemplo de lo que he dicho con anterioridad.”

Voltaire, extracto de El siglo de Luis XIV, cuya primera versión fue publicada en 1751.