
«Hasta hace algunos años las señoras llevaban guardainfantes de un tamaño prodigioso, lo cual las incomodaba e incomodaba a los demás. No había puertas bastante grandes por donde ellas pudiesen pasar; se los han quitado, y ya no los llevan más que cuando van a ver a la reina o a ver al rey. Pero ordinariamente, en la ciudad, se ponen unos sacristanes que son, propiamente hablando, como los hijos de los verdugados. Están hechos con aros de grueso alambre que rodean la cintura, unos con otros se unen por medio de cintas, y según están más abajo van siendo más anchos; de ese modo llevan cinco o seis aros que alcanzan hasta el suelo y que sostienen las faldas. Llevan una cantidad sorprendente de éstas, y con trabajo se puede creer el que unas criaturas tan pequeñas como las españolas puedan ir tan cargadas. La falda de encima es siempre de grueso tafetán negro, o de pelo de cabra gris liso, con una gran alforza algo más arriba de la rodilla, todo alrededor de la falda; y cuando se les pregunta para qué sirve aquello, dicen que es para alargarla a medida que se va usando. La reina madre las lleva, como las demás damas, en todas sus faldas, e incluso las carmelitas las llevan, tanto en Francia como en España.

Pero con relación a las damas, es más bien una moda la que siguen que un ahorro que quieran hacer, porque no son ni avaras ni cuidadosas de la ropa, pues las hay que se hacen hacer dos o tres nuevas por semana. Estas faldas son tan largas por delante y por los lados, que arrastran siempre mucho y jamás arrastran por detrás. Las llevan a flor de tierra; pero prefieren tropezar al andar, a fin de que no se puedan ver sus pies, que es la parte de su cuerpo que ocultan más cuidadosamente.

He oído decir que después que una dama ha tenido con un caballero todas las complacencias posibles, enseñándole el pie es como le confiesa su ternura, siendo lo que se llama el último favor. Hay que convenir también en que nada hay más bonito en su especie, y ya os he dicho que tienen los pies tan pequeños, que sus zapatos son como los de nuestras muñecas. Los llevan de tafilete negro, recortado sobre tafetán de colores, sin tacones y tan justos como un guante. Cuando andan parece que vuelan; en cien años no aprenderíamos a andar de esa manera. Aprietan sus codos contra el cuerpo y marchan sin levantar los pies como cuando uno se desliza.

Pero, para volver a su manera de vestir, debajo de esa falda lisa llevan una docena, a cuál más hermosa, de telas muy ricas y adornadas con galones y encajes de oro y de plata hasta la cintura. Cuando os digo una docena no vayáis a creer que exagero; durante los excesivos calores del verano no se ponen más que siete u ocho, entre las que las hay de terciopelo y de raso grueso. En todo tiempo llevan una falda blanca debajo de todas las demás a la que llaman enagua; es de esas preciosas telas de Inglaterra o de muselina, bordada en oro mate, y tan amplias, que tienen cuatro varas de vuelo. Las he visto de quinientos y seiscientos escudos. No llevan el miriñaque en sus casas ni los chapines, que son una especie de pequeñas sandalias de brocado o de terciopelo, guarnecido con placas de oro, que las levantan medio pie, y cuando los llevan, caminan con dificultad y siempre con el riesgo de caer.»

Madame de Aulnoy. Extracto de Relación del viaje a España. 1691.
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