“A las ocho en punto, la soberana se bañaba. Era entonces cuando, en un vestidor contiguo, aparecía una de las tres dressers, el nombre que reciben en palacio las doncellas encargadas de preparar el atuendo. La reina se vestía en una sala repleta de grandes espejos que iban del suelo al techo.
A Isabel II no le interesaba la moda lo más mínimo y dejaba que las dressers decidieran lo que tenía que ponerse. Eso sí, a pesar de que no seguía las tendencias —lo consideraba absolutamente vulgar—, la soberana entendía que su atuendo era importante, una parte más de su trabajo, y por ello su ropa se seleccionaba con esmero para que siempre apareciera digna y perfectamente apropiada para el cargo que ocupaba.

Angela Kelly, responsable del vestuario real, era la que se ocupaba de que todo estuviera impecable. Cada noche, repasaba la agenda de la soberana del día siguiente para acabar de perfilar todos los detalles y asegurarse de que las dressers supieran lo que tenían que hacer. Aunque se dirigía a ella como «Your Majesty» y le hacía una reverencia cada mañana al verla—y otra por la noche, o la última vez que la veía durante el día—, Kelly era una de las personas más próximas a la reina, una de las poquísimas que tenía toda su confianza. De orígenes humildes —su padre conducía una grúa y su madre era enfermera—, Angela Kelly no tiene título académico alguno, dejó la escuela muy joven y aprendió a coser de pequeña, cuando su madre le enseñó a hacer ropas para sus muñecas. Como apenas tenían dinero, solo se podía comprar telas en los mercadillos. Angela trabajó durante muchos años en la cantina de la base del Ejército británico en Berlín y llegó a ser el ama de llaves de la residencia del embajador en la capital alemana. Fue allí donde, en octubre de 1992, Isabel II y Angela Kelly se conocieron. La monarca estaba de viaje oficial y no pudo dejar de fijarse en la inmensa profesionalidad de aquella simpática y discreta inglesa nacida en Liverpool. Un año más tarde, Kelly recibió una oferta de trabajo de Buckingham como dresser. Meses después fue promocionada a senior dresser y, luego, a personal assistant. Esta mujer tres veces divorciada y madre de dos hijos era la encargada de todos los looks de la reina. También diseñó ella misma algunas creaciones icónicas, como el traje amarillo que Isabel llevó en la boda de Kate Middleton y el príncipe Guillermo.
Para el día a día los outfits reales eran bastante sencillos.

Pero en las grandes ocasiones todo cambiaba. Ese vestuario se decidía con meses de antelación y, para seleccionarlo, se tenían en cuenta cuestiones diplomáticas, políticas, de respeto a todas las religiones o lugares a los que fuera. También se hacían continuos guiños a las tradiciones de los sitios: cuando iba a Canadá, siempre aparecía de rojo y blanco — el color de la bandera— y portaba un broche en forma de hoja de arce —otro gran símbolo; en Japón apareció con un vestido de lunares —de nuevo por la bandera-, y en el histórico viaje de Estado que hizo a Irlanda en 2011, sin duda uno de los más significativos de su reinado, llevó el primer día un abrigo color verde esmeralda típico del país. La noche siguiente, en la cena de gala, Isabel apareció con un traje de seda blanco decorado con más de dos mil tréboles de tela, otro icono cultural, hechos a mano.

No eran tonterías: eran maneras de agasajar a un país y de mostrar respeto. Por eso cada detalle contaba y la creación de este «vestuario de trabajo», como lo llamaba la monarca, era minuciosa: en el pasado se había contado con un diseñador de cabecera, pero últimamente era Angela quien le presentaba bocetos a la reina, esta daba su aprobación y luego decidían conjuntamente las telas y los complementos. Eso sí: ningún hombre, a no ser que fuera su médico —y cuando vivía, su marido—, podía verla en ropa interior, y mucho menos tocarla, por lo que los diseñadores varones, como Norman Hartnell o Hardy Amies, habían de quedarse fuera del vestidor mientras se cambiaba y una assistant mujer era quien ponía los alfileres para hacer retoques. Isabel insistía en que tenía que poder mover con facilidad los brazos y, sobre todo, ordenaba que todas las faldas tuvieran el largo suficiente para tapar sus rodillas cuando se sentara —nadie quería una fotografía de la soberana enseñando su ropa interior en un descuido—. Cuando era más joven y llevaba faldas amplias, una modista se encargaba de coser en el interior una combinación estrecha o una falsa falda recta para que si el viento levantaba la tela nadie pudiera hacer una fotografía inoportuna. Además, como se había de cambiar de ropa con frecuencia, todo tenía que ser sencillo de quitar y poner. Los adornos, como flecos o puntillas, se reducían al mínimo en los trajes de día: podían engancharse fácilmente en cualquier lado y provocar un tirón innecesario.

La reina solía decantarse por colores vivos que la hicieran destacar entre la multitud: la clave de su vestuario era que se la pudiera identificar fácilmente, incluso de lejos. Para diario le gustaban los tonos pastel, sobre todo el azul en toda su gama, y para los actos más importantes, como cenas de Estado, escogía sobre todo el blanco. El negro estaba prohibido: era solo para funerales y periodos de luto. Los sombreros tenían que ser también llamativos, pero nunca le podían tapar la cara ni ser demasiado anchos —le harían sombra— o muy altos, para que no se chocara con ellos al salir del coche.
En los últimos años, los zapatos de la reina eran encargados a la compañía Anello & Davide, con base en Londres – anteriormente, los hacían en Rayne, pero cerró-. Estaban hechos a mano, con piel de becerro, normalmente teñidos en negro y rematados con una hebilla o un pequeño lazo. El tacón era discreto, de unos cinco centímetros.21 Para crearlos, se empleaba una cuña de madera con las medidas exactas de Isabel II y luego esta se los probaba para acabar de hacer pequeños ajustes. Antes de usarlos, Angela Kelly, que tiene la misma talla de calzado, los llevaba puestos unos días. Así evitaba que a la reina le hicieran rozaduras.

Otro elemento clave en su imagen era su icónico bolso, una pieza que la acompañaba siempre. «La reina siente que no va completamente vestida sin él», reconoció Gerald Bodmer, responsable de Launer, la marca que los fabricaba. Generalmente de piel negra y de asa corta, eran perfectos para dejarlos apoyados en el suelo sin que se cayesen. En su interior nunca se hubiese encontrado un teléfono móvil ni dinero, ni mucho menos unas llaves. Normalmente llevaba un pañuelo, unas gafas, caramelos de menta, una pluma estilográfica, un pequeño espejo, algunas fotografías familiares y un pintalabios. El periodista Phil Dampier dijo que incluso llevaba una navaja suiza —supuestamente un recuerdo de sus días en las girls guides—, pero no se ha podido demostrar.

Lo que sí se pudo comprobar era que la reina siempre tenía a mano una suerte de gancho para poder colgar los bolsos en las mesas. También se sabe que Isabel empleaba este complemento para enviar mensajes a sus colaboradores. Por ejemplo, solía llevar el bolso en el brazo izquierdo y si se lo cambiaba al derecho significaba que quería acabar con la conversación o irse del evento. Si lo dejaba encima de la mesa, eso quería decir que deseaba salir de donde estuviera en menos de cinco minutos.

De los paraguas se encargaba la empresa Fulton. Eran del modelo Birdcage, hechos con plástico transparente y con un ribete a juego con el vestido que llevara. En público, la reina siempre utilizaba guantes, normalmente blancos. Más allá de que se crió en una generación donde llevar guantes a todas horas era lo normal, los seguía usando por una cuestión práctica: como tenía que dar la mano a multitud de personas, así evitaba manchársela o infectarse de gérmenes.

Desde 1947, la empresa familiar Cornelia James era la encargada de proveer a la casa real los famosos guantes —también son los responsables de todos los que se ven en las películas de Harry Potter y en la serie de Downton Abbey—. Sabemos que Isabel se decantaba por el modelo Francesca, a unas 110 libras esterlinas el par, y que se los hacían a mano para que la largura fuera precisa: de la base del pulgar al antebrazo median exactamente 5 pulgadas —12,7— centímetros. Así se conseguía que los guantes estuvieran perfectamente cubiertos por las mangas del abrigo o del vestido —incluso cuando saluda— con lo que nunca enseñaba el brazo.

Dos veces por semana, el peluquero lan Carmichael era requerido en palacio para atender la real cabellera. El peinado no cambió desde la década de los sesenta y, desde los años noventa, la reina ya no se teñía, con lo que su pelo se volvió totalmente blanco. En un país con tanto viento como el Reino Unido, era importante que el peinado de la soberana no se moviera en exceso, lo que se conseguía marcándolo mucho a golpe de cepillo y secador y luego cubriéndolo de laca.

Según reveló Angela Kelly en un libro, su majestad solo era maquillada por una profesional cuando grababa el discurso de Navidad. La encargada de hacerlo era Marilyn Widdess, una especialista en maquillaje para la televisión. El resto de los días lo hacía ella misma. Siempre tuvo una piel fabulosa que, según dicen algunos, supo conservar gracias a la ayuda de la Eight Hours Cream, de Elizabeth Arden. De esta marca también se cree que eran los pintalabios –no se sabe cuál era el color exacto que empleaba, pero siempre eran rosas fuertes–. Además, desde que era joven usaba productos de la marca francesa Clarins, entre ellos su base de maquillaje compacta, perfecta para dejar la piel matificada y sin brillos.

Cada día, la reina empleaba el jabón de lavanda inglesa de la marca Yardley London y como perfume, White Rose, de Floris. Isabel odiaba los colores de uñas demasiado llamativos y solo se ponía una discreta capa de Ballet Slippers, un pintauñas rosa claro de Essie que cuesta unas nueve libras esterlinas.

(…)Tan solo en contadísimas ocasiones se la vio protestar realmente. Por ejemplo, cuando en una sesión con la famosa fotógrafa estadounidense Annie Leibowitz, esta le dijo que quizá iba demasiado vestida—iba ataviada con traje largo y el uniforme de la Orden de la Jarretera, con capa, oropeles, lazos y demás abalorios, sin contar la tiara de rigor— y la artista le sugirió que se quitase la diadema de diamantes. La reina se quedó estupefacta y, con un tono un tanto altivo, le espetó: «¿Demasiado bien vestida? ¿Qué quiere usted decir?»”.
Ana Polo Alonso. La Reina. La Increíble vida de Isabel II. La esfera de los libros. Madrid. 2022. pp. 17-22. y 27.