La vestimenta como símbolo de virtud


Volvamos a Erasmo de Rotterdam, que también proponía unas directrices a nivel moral sobre el «vestido», pues consideraba que era, «en cierto modo, cuerpo del cuerpo», y también por él se podía «deducir la traza del espíritu». Cualquiera que viera el traje de un niño podría sacar sus propias conclusiones sobre su personalidad o la calidad de su educación. No obstante, señalaba que era difícil hacer recomendaciones generales porque no era «igual para todos o la fortuna o la dignidad», ni entre todas las gentes eran «unas mismas las cosas que se tienen por decorosas o indecentes» No obstante, daba una serie de normas básicas para la decencia. Por ejemplo, hablaba de las trasparencias:

                  “Las telas finas y traslúcidas no ha habido tiempo en que no se hayan censurado, así en hombres como en mujeres, ya que es esta la segunda utilidad del vestido, que recubra aquellas cosas que es impudor mostrar a los ojos de los hombres”.

Hemos visto como en casos excepcionales se representaba a algunos niños con ropas traslúcidas o desnudos: al Niño Jesús o a los príncipes herederos, pero esta apariencia tenía connotaciones simbólicas relacionadas con la perfección y la verdad. Hay que esperar al siglo XVIII para que las camisas interiores ganasen protagonismo por las recomendaciones médicas, lo que culminaría con la nueva moda del «vestido camisa», fabricado con muselina. Las autoridades promulgaron durante todo el siglo varias pragmáticas prohibiendo su venta y consumo, pero, como casi todas las leyes de este tipo, no tuvieron ningún éxito y la tela cada vez se utilizaba más, hasta que, en 1788, el gobierno permitió su uso. Lo que nos lleva a maravillosos retratos como el de Manuela, pintada por Esteve, con un traje prácticamente traslúcido.

Francisco de Goya.Don Luis María de Borbón y Vallabriga. 1783. Museo de Zaragoza.
Francisco de Goya. Don Luis María de Borbón y Vallabriga. 1783. Museo de Zaragoza.

Por otro lado, Erasmo recomendaba que ni se ostentase con los trajes de buena calidad ni se descuidase la vestimenta por completo. Sobre este tema se extendieron más otros autores, que completaron las recomendaciones de urbanidad en el contexto español y que destacan por una notable continuidad. Astete resumía así la modestia y la decencia del vestido del mancebo:

                  “puede haber pecado por dos extremos: el uno es por exceso y demasía, el otro por falta y descuido. De manera que traer mejores vestidos o más curiosos o costosos que pide el estado de la persona, es extremo culpable por demasía: Traerlos tan viles y despreciados o tan indecentes, que con ellos deshonre a la persona o se disminuya la autoridad necesaria, es otro extremo reprehensible y culpable”.

Francisco de Goya. EL balancín. 1791-1792. Philadelphia Museum of Art.
Francisco de Goya. EL balancín. 1791-1792. Philadelphia Museum of Art.

Respecto al daño que podía acarrear el traje al niño si era «muy precioso», dice Astete lo siguiente:

                    “El vestido rico y precioso envanece al que le trae y cáusale altivez y vanidad y deseo de ser visto y consiguientemente menosprecio de los próximos, olvido de Dios y quebrantamiento de sus mandamientos”.

Estas recomendaciones irían en sintonía con las reales pragmáticas, que desde 1600 hasta la de 1723 de Felipe V repiten un cúmulo de leyes muy similares que, a grandes rasgos, se pueden resumir en que se impedía a cualquier persona de condición no real la utilización de brocados y cualquier tipo de adorno y tela, incluida la seda, mezcladas con oro y plata . De estas pragmáticas participaban y eran plenamente conscientes los niños. Barrionuevo dejó una simpática anécdota al respecto entre José Manuel Fernández de Velasco y Tovar, primogénito de Íñigo Melchor Fernández de Velasco y Tovar, IX conde de Haro y condestable de Castilla, y el rey Felipe IV:

                    “Fue el condecico de Haro, hijo del Condestable, hijo de seis años. Holgose mucho el Rey de verle y de lo razonado para ser tan niño y más al decirle: ¿Cómo señor, esos botones son contra la Pragmática, que son de oro! Y eran de diamantes, que el Rey por gala se los había puesto”.

No obstante, estas restricciones que llevaban implícitas las pragmáticas tocaban otro aspecto fundamental, y es que el traje, además de expresar la calidad moral de la persona, también era un medio de demostración del estatus social.

Ramón Bayeu y Subías. La infanta María Isabel de Borbón, niña, con carrito de juguete. 1791-1792. Museo Nacional del Prado. Madrid.
Ramón Bayeu y Subías. La infanta María Isabel de Borbón, niña, con carrito de juguete. 1791-1792. Museo Nacional del Prado. Madrid.

Por esta razón, normalmente se incumplían. El dominico Tomás Ramón escribía en 1635 que cada condición social tenía su propio traje, pero que no se respetaba porque «ya van todos tan bien vestidos, que es menester revelación del cielo, para conocer quién es cada uno», y se dolía de que ya nadie se contentaba «con su suerte y estado» y cada uno quería «gastar, comer y vestir» como si fuesen caballeros, lo que causaba «confusión y desorden» y problemas económicos.

                    “que cada uno vista según su edad y calidad de su persona, según su posible, contando con la bolsa y así no peligrará ni caerá de su estado. Pero lo que es muy de llorar, que nadie viste atendiendo a lo dicho, sino según su antojo y lo peor de todo es […] que para la vanidad nunca falta salga de donde saliere para pagar deudas y dar limosna no hay una blanca”.

Francico de Goya. Muchachos trepando a un árbol. 1791-1792. Museo Nacional del Prado. Madrid.
Francico de Goya. Muchachos trepando a un árbol. 1791-1792. Museo Nacional del Prado. Madrid.

De hecho, se sabe que en el siglo XVII algunas familias de labradores utilizaban cintas de oro y adornos de piedras preciosas falsas.

En el siglo XVIII, con el mayor reparto de las riquezas, una mayor movilidad social y una mayor variedad de manufacturas, el problema se agravó, y los pedagogos incidían en sus escritos en la relación directa que existía entre el traje y el nivel social de la persona y en la importancia de mantener ese orden para no entrar en confusiones de clase social. Ciertos elementos permitían aparentar cierta riqueza; por ejemplo, las hebillas eran elementos distintivos, tal y como ha demostrado Herradón Figueroa, eran verdaderas joyas que mostraban la capacidad económica de la familia a la que pertenecía el niño que las portaba. Se puede pensar que Goya también jugó con esta idea en algunos de sus cartones, como El balancín o Niños inflando una vejiga, donde los niños de la nueva clase media juegan juntos, pero entre ellos se aprecian pequeñas distinciones en el nivel económico tan solo mirando sus pies. Bosarte realizó una crítica algo exagerada de las hebillas, complementos muy valorados en aquellos momentos:

                    “La invención de hebillas para el cuello, rodillas y pies es tan detestable, que se debe precaver de ella a los niños, poco menos que del fuego, de los precipicios y del veneno. Al comercio extranjero se han estado pagando increíbles sumas por el perverso uso de las hebillas en las coyunturas del cuerpo humano. Que los hombres formados se ciñan con metales, es cosa que parece ir en la misma invención y conformidad del traje dominante; pero hacer pasar a los niños por la misma incomodidad tan perjudicial a la salud, no sé qué alguna razón pueda apoyarlo. Las hebillas de los muchachos deberían ser contrabando. Aun para la economía civil del gasto del muchacho tampoco es conveniente la hebilla. Muchos días trae el Diario hebillas que se pierden pasando de una calle a otra. Y como no es verosímil que a un hombre se caiga y pierda una hebilla, ni del pie, ni del corbatín, sin bullicios de gente: y como por otra parte las mujeres ya han abandonado las hebillas, sea por razón, sea por moda, resulta que estas hebillas que se pierden serán a lo menos por la mayor parte, de los niños”.

Pareja de hebillas de rodilla. Siglo XVIII. Cooper Hewitt, Smithsonian Design Museum. Nueva York.
Pareja de hebillas de rodilla. Siglo XVIII. Cooper Hewitt, Smithsonian Design Museum. Nueva York.

A Bosarte no le faltaba razón respecto al extravío de dichos objetos. Efectivamente el Diario de Madrid está plagado de anuncios de pérdidas y hallazgos de hebillas de plata, y no solo eso: los niños perdían a menudo sus propios zapatos, con hebilla incluida. No obstante, estas críticas no debieron ser bien recibidas, pues si siempre había sido importante el mundo de las apariencias, a finales del siglo XVIII adquiere una relevancia fundamental porque cada vez existían más posibilidades para una incipiente clase media Por tanto, se entiende que no quisieran prescindir de estos pequeños complementos, aunque generaban a su vez otra preocupación prioritaria entre los pedagogos en relación con el traje que ya hemos enunciado antes en el texto de Gaspar Astete, y eran los daños que el traje podía producir en la vanidad. Rousseau daba una importancia primordial a la influencia que tenía en la educación de los niños la elección de los vestidos y los motivos para escogerlos. Criticaba a las madres que premiaban con galas como recompensa y a los ayos que amenazaban con ponerles como castigo trajes toscos o sencillos de niños aldeanos, pues daba la idea de que «el hombre solo es algo por su ropa» y fomentaba la mera apariencia. Asimismo, proponía un posible remedio, un tanto desmedido, para sanar al niño que ya estuviera imbuido de estas ideas:

                    “¿Hemos de asombrarnos si tan prudentes lecciones aprovechan a la juventud, que no estima más que el ornato, y que juzga del mérito únicamente por la apariencia externa? Si tuviera que arreglar la cabeza de un niño así echado a perder, me cuidaría de que sus ropas más ricas fueran las más incómodas, que siempre sujetado por ellas de mil maneras: haría que la libertad y la alegría desaparecieran ante su magnificencia; si quisiera participar en los juegos de otros niños vestidos con mayor sencillez, todo cesaría, todo desaparecería al instante. Por último, lo aburriría, lo ataría de su fasto de tal modo, lo volvería tan esclavo de su traje dorado que lo convertiría en el azote de su vida, y él vería con menos espanto el más negro de los calabozos que los aderezos de sus galas”.

La crítica a la madre por el exceso del vestido del niño era la tónica general, y así se ve reflejada en el soneto de León de Parma sobre la mala educación publicado en el Diario de Madrid, donde la culpa de hacer de su hijo un «mono» por tan solo cuidar su aliño, ornato y gastar sin prudencia en ricos trajes:

Logra tener un hijo por fortuna

Una rica Señora, y piensa presto

Hacer de un hombre un mono, echando el resto

En ricos trajes sin prudencia alguna:

Hoy le pone un turbante, y media luna;

Mañana un traje bufo, y poco honesto;

Con que, en vez de formarle hombre modesto,

Corrompe su virtud desde la cuna.

Acostumbrado el joven mentecato

A hacer varios papeles desde niño,

Se precia en ser de monos el retrato:

Cuida tan solamente de su aliño,

Y no de la virtud; que es noble ornato,

Y la prueba mejor de buen cariño.

José del Castillo. La bollera de la fuente de la Puerta de San Vicente. 1780. Museo Nacional del Prado. Madrid.
José del Castillo. La bollera de la fuente de la Puerta de San Vicente. 1780. Museo Nacional del Prado. Madrid.

El lujo y la ostentación no solo se apreciaban en el traje y en el ornamento, sino también en el peinado. En este sentido es extremadamente interesante el Discurso a los padres de familia de Bosarte, que, a su vez, pareciera ilustrar al niño que pintó José del Castillo comprando bollitos en forma de elefante en el cartón para tapiz de La bollera de la fuente de la puerta de San Vicente de 1780. El ir vestido y peinado como un adulto suscitaba en Bosarte la siguiente opinión:

                    “Un vicio muy común se nota en la disposición que dan los padres, o madres de familia en orden a las ropas y gala de sus hijos, que consiste en hacerles parecer en púbico con el mismo aspecto que si fuesen ya hombres o mujeres crecidas. ¿Dónde hay mayor ridiculez que ver un muchacho a la edad de seis u ocho años peinado ya de mano de peluquero, o imitando el peinado de los hombres, y vestido del mismo modo que visten los hombres? Las niñas también se quieren que representen mujeres hechas y crecidas, según las visten, y esto se celebra. A la Naturaleza no se puede hacer violencia cuando están creciendo los cuerpos humanos. Los padres ni son dueños de los cuerpos de sus hijos, ni deben hacer en ellos cosa por donde luego les venga abominación de parte de los hijos mismos. El peluquero no debe tocar la cabeza del muchacho pues; pues sus manos son demasiado profanas para darles parte en la respetable obra de la educación. Conviene que el muchacho se críe todo desceñido; y si pareciese ceñirlo por partes, por razón de elegancia el traje, la parte que ciñe se ha de fingir con la idea, o ha de ser de mera representación”.

Juan Bautista Martínez del Mazo. La familia del artísta. 1665. Kunsthistorisches Museum. Viena.
Juan Bautista Martínez del Mazo. La familia del artísta. 1665. Kunsthistorisches Museum. Viena.

La mayor parte de los niños no tuvieron la suerte de vestir con lujos. Para la mayoría bastaba con que la ropa estuviera limpia y remendada. Por ejemplo, el exitoso libro de Francisco Ledesma Documentos de crianza (1599), del que se han hecho numerosas ediciones que llegan hasta el siglo XIX, insistía en esto con un verso muy sencillo:

la ropa que te vistieres,

ni nueva, ni envejecida

no la lleves descosida,

ni sucia cuanto pudieres.

También Gerónimo de Rosales, en su Catón christiano y Catecismo de la Doctrina Chistiana, cuya vida literaria arranca a mediados del siglo XVII y cuyas ediciones se multiplicaron a lo largo de los siglos XVIII y XIX, aborda este tema. Este libro tenía una importancia fundamental porque los catones eran los textos que tradicionalmente se utilizaban para el aprendizaje de la lectura, que a su vez reunían contenidos de doctrina cristiana y de urbanidad, y allí también se pedía a los niños que su vestido, aunque fuera «pobre y viejo», estuviera «limpio y aseado» como muestra de «buena parte de la modestia exterior, la cual debe guardar en sí, y en sus cosas el Niño Cristiano, sin la cual será odioso, y aborrecible por ello». Sin embargo, tampoco se aconsejaba que fuera demasiado «curioso» —es decir, como se ha señalado antes, aparentando formar parte de otra clase social—, sino «conforme al traje honesto de sus iguales».

Gemma Cobo Delgado. Imágenes de la infancia. Ediciones Cátedra. Madrid. 2024. pp.206-211.

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