
El toro ha encarnado en la cultura mediterránea los conceptos de fuerza y poder, la mitología nos ofrece fabulosas leyendas como la del minotauro. En España, los festejos con astados tienen un origen remoto. La primera constancia documental que se tiene de una corrida celebrada por la Corona se remonta al siglo XII, lo cual no implica que no se produjeran con anterioridad. La monarquía festejaba sus triunfos, ya fueran por una victoria en el campo de batalla o por cualquier otro acontecimiento señalado, representando los toros una parte esencial de dichas celebraciones. Un ejemplo muy antiguo de estos usos sociales se narra en El Cantar del mio Cid (1098). El cantar de gesta relata que durante la fiesta de esponsales de las hijas de Rodrigo Díaz con los condes de Carrión se mataron muchos toros. El mismo Francisco de Goya se hizo eco de esta crónica en su célebre Tauromaquia (1816); así mismo, dedicó una estampa en la misma obra a Carlos I de España. El emperador, hombre de gran arrojo, participó matando un toro de una lanzada durante los festejos que se celebraron en Valladolid en 1527 con motivo del nacimiento de su hijo y heredero Felipe II.

Numerosas noticias aluden a fiestas taurinas que tuvieron lugar en distintas ciudades con motivo de la conmemoración de acontecimientos señalados, tales como las bodas reales, el nacimiento de infantes o la subida al trono de un nuevo monarca. Estos acontecimientos tenían un carácter eminentemente aristocrático aunque debemos resaltar que ya existían los toreros de a pie. Los llamados “matatoros” eran toreros que participaban en festejos populares siendo su trabajo remunerado. Varias crónicas del siglo XIV relatan que el rey Carlos III de Navarra mandó llamar en distintas fechas a varios de estos hombres para torear en Olite, Pamplona y Estella. Las fuentes señalan que ya en el siglo XIII este tipo de festejos gozaban de una gran popularidad, de hecho Alfonso X en las Siete Partidas prohíbe el toreo como medio de vida en el reino de Castilla. El denominado “caballeresco” sí estaba permitido ya los nobles que lo practicaban no percibían emolumento alguno, algo que hubiera sido considerado un deshonor.

Las corridas y los juegos de cañas tenían como marco las plazas públicas. Los cabildos costeaban los festejos aunque también, en ocasiones, los grandes señores los sufragaban de su bolsillo. El duque de Medina Sidonia ofreció a Enrique IV de Castilla y a su prometida Juana de Portugal toros en Badajoz y en Sevilla. En 1478 Isabel la Católica dio a luz al príncipe Juan en el Alcázar de Sevilla; la buena nueva por el nacimiento del ansiado varón fue solemnizada con corridas de toros en la plaza de San Francisco, con la asistencia de los mismos reyes acompañados de su corte. Isabel la Católica no era muy partidaria de estos espectáculos porque había visto fallecer a un hombre e incluso intentó prohibirlos, sin ningún éxito.

Durante los siglos XVI y XVII los festejos taurinos vivieron una etapa de esplendor sin precedentes. Es preciso constatar que por aquellos tiempos, la afición a los toros era colosal y absolutamente imprescindible para los españoles. Sobre este punto, es interesante recordar el intento de prohibición por parte de la Santa Sede de las corridas. Pío V publicó en 1567 la bula “De Salute gregis Dominici” que rezaba de la siguiente manera: “Estos espectáculos tan torpes y cruentos, más de demonios que de hombres…Quedan abolidos en los pueblos cristianos. Prohibimos bajo pena de excomunión a todos los príncipes, cualquiera que sea su dignidad, lo mismo eclesiástica, que laical, que asistan a tales espectáculos”. La bula fue refrendada unos años más tarde por Sixto V pero el rey “prudente”, aunque no era particularmente aficionado a los toros, consideró la prohibición como una afrenta a las costumbres de su pueblo y decidió hacer caso omiso, ahí es nada.
