
“Hay que confesar que la manera como el rey da ordinariamente audiencia en Francia no es nada al lado de ésta como recibieron al señor mariscal. En cada habitación por donde pasamos había en el centro dos filas de bancos cubiertos de tapicería para contener a la multitud y para dejar el libre al paso. Al extremo había también otra hilera formando cruz. A lo largo de eso estaban todas las gentes de calidad de un lado y de otro; pero como van todos vestidos lo mismo y con suma sencillez, los grandes no se distinguían de los otros más que porque estaban cubiertos.

El rey de España estaba en pie, con un traje muy sencillo y muy semejante al de todos los retratos, bajo un dosel muy rico que estaba en el extremo del salón, sin que hubiese allí nadie junto a él. Al entrar nos separamos la mayor parte de los lados. Cuando el señor mariscal entró lejos, el rey se llevó la mano al sombrero, y cuando se acercó más, no se movió. En cuanto al señor mariscal, se quitaba su sombrero de tiempo en tiempo, y cuando presentó su carta, no cambió de postura; de suerte que no volvió a llevarse la mano al sombrero más que cuando el señor mariscal se marchó. Antes de marcharse hizo una seña a aquellos que él había puesto sobre la lista, y fuimos a saludar al rey. Como nos encontrábamos sin orden y sin consideración a las cualidades, el señor mariscal nos nombró a todos en el momento que nos inclinábamos para hacer reverencia.

A la izquierda de ese salón había una reja o celosía, donde estaban la reina y la infanta. Cuando hubimos salido, fuimos a las habitaciones de la reina, donde encontramos también un gentío muy grande, porque los hombres no las ven casi, y muchos aprovechan ese tiempo para entrar allí. La reina y las dos infantas estaban en el extremo de la sala, también bajo un dosel y sobre un estrado cubierto con una gran alfombra. La reina me pareció bastante joven; pero todo el tiempo que pude tomar después de que hube llegado a la primera fila, adonde me costó gran trabajo llegar, lo empleé en contemplar a la infanta. Estaba peinada de manera como la pintan, y con un guardainfante aún mil veces mayor de lo que uno se figura; porque, sin hipérbole, la reina y la infanta estaban bastante lejos de la una de la otra y, sin embargo, sus verdugados se tocaban, y tenían todo el espacio de un dosel para ellas dos, aunque la infantita no estuviese más que sobre el borde.

He aquí el retrato de la infanta que envié a mi hermana, con una relación de nuestra entrada y de lo que había visto los primeros días en Madrid, cuya copia me gusta poner aquí sin agregar a ella nada, porque estaba en forma de diario, y lo que acabo de indicar esta sacado de allí:
«Todo lo que puedo decir de nuestra princesa es que es mucho más hermosa que todos los retratos que se han visto de ella en Francia. Tiene los ojos azules, no demasiado grandes, pero muy brillantes y muy agradables, además de que parecen animados de alegría. Tiene la frente grande, y como su peinado la descubre mucho, eso la hace aparecer el rostro un poco más largo de lo que parecería, sin duda, si tuviese algunos cabellos abatidos. Su nariz es bastante larga y no demasiado gruesa; pero tiene la boca muy agradable y muy bermeja. Se pone sobre sus mejillas, que son muy bellas y un poco gruesas por abajo, una gran cantidad de rojo, y su tez es admirablemente bella y muy blanca, Para sus cabellos, dicen que son del más bello rubio del mundo, pero llevaba cabellos postizos, que llaman moños; y hasta afectan sin rubios polvos, de suerte que parecen rojos. Su peinado es muy ancho y muy lleno de cintas. No parece ser muy alta, pero está muy bien formada en su talle, tanto como se puede juzgar con la rareza de su vestido; en fin, tiene la fisionomía bondadosa y espiritual.» ”

François Bertaut de Fréauville. Relación del viaje a España. 1664.