“Estaba trabajando en una tela que representaba tres cráneos sobre un tapiz oriental. Llevaba un mes trabajando en ella, todas los días, desde las seis hasta las diez y media de la mañana. Esa era su rutina: se levantaba muy temprano, iba a su estudio desde las seis hasta las diez y media, regresaba a Aix para almorzar y enseguida volvía a salir, hacia el motivo u otro paisaje, hasta las cinco de la tarde. Entonces cenaba y se acostaba de inmediato. A veces le vi tan fatigado de trabajar que no podía hablar ni escuchar. Se iba a la cama en un alarmante estado de coma, pero al día siguiente ya se había recuperado.

“Lo que le falta”, me dijo sobre el cuadro de los tres cráneos, “es la realización. Quizás pueda lograrla, pero ya estoy muy viejo y es posible que me muera sin alcanzar la cima: ¡la realización, como los venecianos!”. De inmediato, volvió sobre esa idea que después repetiría a menudo: “Me gustaría que me aceptarán en el salón de Bouguereau. Pero sé perfectamente cuál sería el obstáculo, la realización de mis obras. La ilusión no es suficiente”. Era evidente que detestaba al maestro de los estudios de moda. Pero la idea que expresaba era correcta: la originalidad no es un obstáculo para la comprensión de un artista, pero la imperfección de su obra sí lo es. Es obvio que los grandes maestros no carecían de originalidad y que su manera de obrar era más perfecta porque era más personal. El gran escollo del arte es lograr la relación exacta entre la imitación y la originalidad. La imitación satisface a todos los hombres, mientras que la originalidad sola, desprovista de esa cualidad, es una curiosidad sin vida, del gusto de muy pocos artistas. El objetivo fundamental es lograr vincular con precisión la naturaleza, la creación individual y las reglas del arte.

Cézanne tenía una inteligencia apasionada por lo novedoso, su manera de obrar tenía el mérito de ser totalmente personal, pero su lógica, sin tener conciencia de ello, había complicado tanto el proceso de su trabajo que lo convertía en algo extremadamente desgarrador e incluso paralizante. Su naturaleza era más libre que su pensamiento y las investigaciones le controlaban poderosamente. No tenía idea de la belleza, solo de la verdad. Insistía en la necesidad de una óptica y de una lógica. Poseía una voluntad mental muy extrema que fue dominando gradualmente su espontaneidad, hasta el punto que pensaba que era incapaz de crear. Pero eso no era cierto. Demasiado bien dotado, fue demasiado lejos en la reflexión y en el razonamiento para poder obrar. Si hubiera obrado sin tantas dudas sobre lo que podría ser mejor, nunca habría llegado al absoluto; tal vez no habría sufrido tanto de esa forma, pero no nos habría legado sus obras magistrales. De este modo le vi atormentado, durante todo el mes que estuve en Aix, con el cuadro de los cráneos, que considero parte de su testamento. Los cambios cromáticos y formales se sucedían casi a diario, aunque cada día que llegaba al estudio, el cuadro podía ser retirado del caballete como una obra terminada. Su manera de estudiar era realmente una meditación con el pincel en la mano.

En el caballete mecánico que había instalado recientemente en su estudio, había un gran cuadro de bañistas desnudas en un estado completamente alterado. El dibujo me pareció distorsionado. Le pregunté a Cézanne por qué no había usado modelos para las bañistas. Me respondió que a su edad debía abstenerse de pedirle a una mujer joven que se desnudara para poder pintarla, y aunque podría pedirle a una mujer de más de cincuenta años que posara, dudaba mucho que ninguna en Aix lo aceptaría. Buscó en unas cajas y me enseño unos dibujos que había hecho durante su juventud en la Académie Suisse. “Siempre he usado esos dibujos”, me dijo. “Apenas sirven, pero a mi edad es todo lo que tengo”. Conjeturé que era esclavo de un extremo pudor y que esa esclavitud tenía dos razones: la primera es que no tenía confianza en sí mismo con las mujeres, y la otra es que tenía escrúpulos religiosos y una firme convicción de que esas cosas no se hacían, en una pequeña ciudad de provincias, sin escandalizar. En una de las paredes del estudio observé varios paisajes que se secaban sin sus bastidores, una pintura de unas manzanas verdes sobre una tabla (¿qué joven pintor no ha copiado esas manzanas?), una fotografía de la L’Orgie Romaine de Thomas Couture, una pequeña pintura de Eugène Delacroix, Agar dans le désert, un dibujo de Daumier y otro de Forain. Hablamos de Couture. Me sorprendí de saber que Cézanne lo admiraba. Pero tenía razón. Reconocí después que Couture había sido un gran maestro y que había formado excelentes discípulos: Courbet, Manet, Puvis. Lo que más le gustaba de él era la famosa realización de la que me hablaría tantas veces durante todo el mes.

La conversación giró hacia el Louvre y los venecianos. Su admiración por ellos era absoluta. Le apasionaba más el Veronés que Tiziano. Me sorprendí de saber que no le gustaban tanto los primitivos. Concluyó, de todos modos, que por bueno que fuera el libro del Louvre, siempre era mejor regresar al estudio del natural. Ese día, de nuevo, se fue a trabajar en sus acuarelas de la Sainte-Victoire. Esa vez me quedé con él. Su método era absolutamente diferente al procedimiento habitual y excesivamente complicado. Comenzaba con una pincelada de tierra de sombra natural, que recubría con una segunda que la desbordaba, y después con una tercera, hasta que todos esos tintes, por transparencias, modelaban, y coloreaban, el objeto. Comprendí entonces que había una ley de armonía que guiaba su trabajo y que todas las modulaciones tenían un objetivo mentalmente determinado. Procedía del mismo modo que los tapiceros de la antigüedad, plasmando los colores por analogía hasta que encontraran el contraste con los opuestos. Pero sentí de inmediato que un procedimiento de este tipo aplicado a la naturaleza sería contradictorio, puesto que todas las fórmulas del razonamiento se pliegan mejor, más libremente y más fácilmente a una creación que a la naturaleza. Se debe seguir a la naturaleza con la ingenuidad de un niño, no tener ninguna preconcepción, obrar sin deliberación, observarla y registrarla, nada más. Pero ese no era su método. Generalizando algunas leyes, sacaba los principios que aplicaba como una especie de convención, de tal manera que lo que hacía era una interpretación y no una copia de lo que veía. Su óptica estaba mucho más en su mente que en sus ojos. Todo eso ya lo había observado desde hacía muchos años en sus lienzos, pero solo vine a comprobarlo cuando estuve con él ante el paisaje. En suma, lo que creó provenía absolutamente de su genio y si hubiera tenido alguna imaginación creativa, no habría necesitado de un paisaje o de una naturaleza muerta delante de él. Pero no poseía la imaginación que ha distinguido a los más grandes maestros. Su gran poder se encontraba en su inteligencia y en su gusto.

(…) Una vez le dije: “Para mí, las transiciones cromáticas se originan en los reflejos; todos los objetos participan en el contorno sombreado de sus vecinos”. Consideró mi definición tan exacta que me dijo: “Usted sabe ver, llegará lejos”. No podía estar más satisfecho con estas palabras, pues provenían de quien siempre había reconocido como mi maestro. A propósito de los impresionistas me dijo: “Pissarro se acercó a la naturaleza, Renoir pintó a las mujeres de París, Monet nos dio una nueva forma de ver, el resto no cuenta”. Me dijo muchas cosas negativas de Gauguin, cuya influencia consideraba desastrosa. “Gauguin admiraba su pintura”, le dije, “y le imitaba mucho”. “¡Está bien! Pero nunca me comprendió”, me respondió furioso, “jamás he aceptado ni aceptaré jamás la eliminación del modelado ni de la gradación; no tiene ningún sentido. Gauguin no era un pintor, todo lo que hacía eran imágenes chinas”.

A continuación me explicó sus ideas sobre la forma, el color, el arte y la educación de un artista: “Todo en la naturaleza se modela según la esfera, el cono y el cilindro. Se debe aprender a pintar esas simples figuras, y a partir de ahí se podrá hacer todo lo que se quiera”. A continuación me dijo: “El dibujo y el color no son cosas distintas; en la medida en que se pinta, se dibuja; cuando los colores son más armónicos, el dibujo es más preciso. Cuando el color llega a su máxima riqueza, el dibujo llega a su plenitud. El secreto del dibujo y del modulado se encuentra en los contrastes y en las relaciones cromáticas”. Luego insistió sobre esa idea al decir: “El artista debe trabajar en su arte, saber desde muy temprano su método de representación, ser pintor en virtud de la pintura y servirse de bastos materiales”.

Cuando le pregunté por los impresionistas me di cuenta que, por amistad, trató de no decir nada malo (¡qué actitud más diferente tuvieron ellos con respecto a él!), pero consideraba que se tenía que ir más lejos: “Se debe volver al clasicismo a través de la naturaleza, es decir, a través de la sensación”. En cuanto a los críticos, ¡cuántas veces no los atacó delante de mí! La mayor parte de ellos son literatos fracasados sin ningún talento, que se dedican a escribir únicamente para denigrar el talento o el genio que no poseen, con frases que no tienen absolutamente ningún significado: “El literato se expresa a través de abstracciones, mientras que el pintor materializa, por medio del dibujo y de los colores, sus sensaciones y percepciones”. Los dos modos son diferentes, de ahí procede la incapacidad de los escritores para comprender la pintura y, en especial, el tejido de cualidades propias que el arte pone en juego, por lo que concluyó diciéndome: “El artista debe trabajar sin preocuparse de nadie y fortalecerse en su arte, ese debe ser su fin, el resto, ¡no vale la palabra de Cambronne!”.

Al exclamar eso levantó orgullosamente la cabeza, y yo adiviné que había seguido su propio consejo tan escrupulosamente que nunca la crítica le había tomado en cuenta. Pero ¿no era necesario que le prestaran atención para que su nombre fuera conocido, para que los especuladores acapararan la mayoría de sus obras pasadas y se hiciera una especie de mercado de sus cuadros, con sus subidas y bajadas? Así, de un modo u otro, el talento conquista su lugar. Cézanne, muy alejado de todo eso, no quería saber nada del asunto. Un intermediario cumplía esa función, para la cual él no tenía ningún talento. Nunca pensó que su pintura pudiera llegar a venderse, ni siquiera en el futuro lejano: “Mi padre, que era inteligente y de buen corazón, se dijo: Mi hijo es un bohemio que morirá en la miseria, trabajaré para él, y me dejó lo suficiente para poder pintar hasta el día en que me muera. Confeccionaba sombreros para la aristocracia de Aix y tenía la confianza de todos, se convirtió en banquero e hizo una fortuna rápidamente por su honradez; cuando murió nos dejó rentas honorables a mis dos hermanas y a mí”. Los recuerdos de su padre le habían llenado de lágrimas los ojos. Cuando era joven, pensaba que era severo, pero al final comprendió la generosa sabiduría que le guiaba.”

Émile Bernard. “Recuerdos de Cézanne y cartas inéditas”. La Torre del Virrey: revista de estudios culturales. Nº. 11. 2012.
Émile Bernard (1868-1941) fue un pintor francés cuya correspondencia con Cézanne y otros artistas de su tiempo supone una fuente de considerable interés para el estudio del postimpresionismo y los comienzos de la pintura moderna.
Que buen relato, gracias.