“El prerrafaelismo no cuenta más que con un principio, el de absoluta e ilimitada verdad en todo lo que él hace, obtenida terminando mucho todo, hasta el más pequeño detalle de la naturaleza y sólo de la naturaleza.[1] Cada paisaje prerrafaelista está pintado a fondo hasta la última pincelada, al aire libre directamente. Cada figura prerrafaelista, al menos, estudiada en su expresión, es un verdadero retrato de una persona. El más insignificante detalle está pintado del mismo modo.
Y una de las razones principales para la violenta oposición que la escuela ha encontrado en los demás artistas, es la enorme pérdida del tiempo y trabajo que tal sistema requiere por parte del que lo adopta, en contradicción con el estilo actual, descuidado e imperfecto.

Este es el fundamento primordial prerrafaelista. Mas la batalla que los que le apoyan tienen que sostener, es dura, y para esta batalla están provistos de un carácter muy especial.

Fácilmente advertiréis que la principal resistencia que tienen que oponer corresponde a esa falsa belleza, cuyo atractivo había llevado a los hombres a olvidar, o a menospreciar, la más noble condición de la sinceridad, y para situarles de una vez fuera de la facultad de tentación de esta belleza, son semejantes a un cuerpo caracterizado por la ausencia total de sensibilidad por las formas corrientes y vulgares de gracia artística, en tanto que para toda esa clase más baja de belleza que regulariza la disposición de nuestras escenas en el teatro, y que surge en nuestro arte más inferior como en nuestros anuales, en nuestros insignificantes retratos y estatuas, los prerrafaelitas no son insensibles solamente, sino que lo miran con tal desprecio y aversión, que se aproxima a la repugnancia.

Este carácter es de todo punto necesario para ellos en la época actual, mas, como es natural, en ocasiones hace su trabajo comparativamente desagradable. En cuanto la escuela se haga menos agresiva y más imperativa –– que se hará ––, ingresarán en sus filas los hombres que trabajen con sus principios y sin embargo conseguirán alcanzar muchos caracteres que son por lo regular atractivos, y este gran motivo de ofensa se esfumará.

Asimismo, observaréis que, como paisajistas, sus principios tienen que reducirse, en gran parte, a mero trabajo de fondo, y es bastante singular que no puedan ellos verse tentados a salir de este límite, ellos que han nacido, relativamente, con poco gozo por estos efectos imperceptibles y sublimidades que sólo la memoria puede retener, y nada, sino un intrépido convencionalismo, puede retratar. Mas para esta obra no eran ellos necesarios. Turner la realizó antes que ellos; él, que aunque su capacidad abarca todo, si quería pintaba a veces en sus fondos las manchas de una trucha inerte y los colores de las alas de una mariposa; no obstante, a la mayor parte les encanta empezar en el mismo punto donde el prerrafaelismo adviene menos potente.

Por último, la costumbre de elevar todo, incesantemente, al mayor grado de perfección, hace que permanezcan insensibles ante los prerrafaelitas en general, aquellos hombres que, con igual amor por la verdad, se elevan a un cierto punto, aunque se expresan habitualmente con rapidez y fuerza más que de un modo acabado, y dan bosquejos de verdad más que la verdad misma. Probablemente, siempre los artistas se dividirán, más o menos, en estas clases.

Y resultará imposible hacer que hombres como Millais comprendan los méritos de hombres como Tintoretto, pero esto es lo que se tiene que deplorar más, porque los prerrafaelitas poseen enorme fuerza imaginativa, tanto como de ejecución, y no saben aún de cuánto serán capaces si alguna vez trabajasen en gran escala y con menos laborioso detalle. Con todos los defectos, sus pinturas son, desde la muerte de Turner, las mejores incomparablemente de cuantas hay en las paredes de la Royal Academy, y obras como Claudio e Isabel, de Mr. Hunt, nunca han sido alcanzadas, y en algunos aspectos, jamás superadas, en cualquier otro periodo del arte.”

[1] O donde tiene que ser confiado a la imaginación, procurando siempre concebir el hecho todo lo más real que pareciese haber sucedido, más bien que del modo más bonito que podía haber pasado. Los diferentes miembros de la Escuela no son todos igualmente severos en sostener sus principios, confían algunos de ellos en su memoria o imaginación hasta demasiado; sólo concuerdan todos en el esfuerzo por afinar tanto sus memorias como para llegar a parecer retrato, y su imaginación haciéndola tan verosímil como para parecer hecho de memoria.
John Ruskin, «Prerrafaelismo». Las piedras de Venecia y otros ensayos sobre arte. Ed. Biblok. Barcelona. 2016. pp. 316-318.