La Malcontenta


          “Las góndolas privadas, amarradas, menean tristemente su hierro a nuestro paso. Interrumpimos su sueño. La primera villa en la que para el Burchiello[1] es la Malcontenta. Nombre de origen oscuro, ya sea porque una dama de la familia Foscari, a la que pertenecía la mansión, fuese confinada allí por su mala conducta, ya porque la población se sintiera descontenta por una asignación de agua que le perjudicaba.

Canaletto. Canal de Santa Clara. 1730. Musée Cognacq-Jay. París
Canaletto. Canal de Santa Clara. 1730. Musée Cognacq-Jay. París.

            Apenas reconocería la villa de tanto como los álamos de Italia, aquellos hermosos árboles de crecimiento rápido, la han cercado la han cercado de sombras. Había guardado el recuerdo de una mansión dramáticamente aislada y la encuentro despejada, rodeada de céspedes y parterres. Era hermosa así, intacta de líneas, depurada por la pobreza y la soledad, tal como los siglos la habían olvidado desde 1560, alejada de todo un paisaje desnudo, frecuentada por los ladri y los rapinatori.

La Malcontenta.
La Malcontenta.

            Balzac plantó allí un decorado en el que Massimillia Doni coge la mano al apuesto Emilio. Escondida entre laguna y montaña, Massimillia lamenta el excesivo respeto su amante… ¿Conocía Balzac el Brenta o intuía instintivamente la naturaleza del mismo modo que penetraba en los seres? Su descripción de un palacio palladiano tiene la precisión de esas actas de inspectores que son consideradas, y con razón como un alarde.

Philip Alexius de László. Catherine d'Erlanger, 1899, Messum's Fine Art. Londres.
Philip Alexius de László. Catherine d’Erlanger. 1899. Colección particular.

         Hacia 1928, Catherine y Bertie habían descubierto la Malcontenta en el mismo estado en la que habían dejado las bombas austríacas durante el asedio de 1848. Bertie había decidido comprar la villa y restaurarla: toda una vida no hubiese bastado. Abandonada entre los maizales, entre los sauces que no eran más que raíces, rodeada de aguas estancadas, la Malcontenta dominaba el río sin pendiente. Primero torrente, igual que Isonza, el Mincio, el Adda o el Tagliamento, agotado por su carrera desde lo alto de los Alpes, el Brenta se desparrama en un charco al acercarse a la laguna. A su agua mate, deslumbrada, color aceite pesado, con reflejos de orín, parece costarle alcanzar Mestre. Sus orillas de lodo resquebrajado, sus puentes sin reflejos, su epidermis insensible le convierten en una innominable masa que ningún viento riza. En los mapas antiguos figura su recorrido: imitando los demás ríos dolomíticos, dibuja los tentáculos de un pulpo apresado en Venecia.

Pablo Picasso. Albert Clinton
Pablo Picasso. Albert Clinton» Bertie» Landberg. 1919. Fitzwilliam Museum. Cambridgeshire. Inglaterra.

            Con paciencia de un amateur apasionado, pero sin medios, Bertie había arrastrado hasta la Malcontenta todo lo necesario para pernoctar allí, unas hamacas brasileñas y tiendas de dormir del alto Amazonas. Catherine, infatigable, imperial, absoluta, perseverante en lo fútil, le ayudaba con su exuberancia. En el centro de una cruz latina donde confluían cuatro salas, comían en una mesa de ping-pong cargada con toda la fruta del Rialto puesta en cerámicas de almoneda, mientras Catherine, aquella descendiente de Vittoria Capello con alma de trapera, se dedicaba a la restauración del monumento.

            Las reuniones de la Malcontenta tenían algo de Banquete de Platón y algo de la abadía de Thélème. Detrás de las pinturas de un suavísimo amarillo paja, muy rosado a veces, los comensales entraban en el pasado por las  puertas fingidas. Ningún mueble, unas sillas de paja, unos cajones. (Ayer reconocí, visitante anónimo, los gigantes de mapamundi del siglo XVIII e incluso un retrato de Bertie.)

Ramon Casas. Jose María Sert. Hacia 1904. Museo Nacional de Arte de Cataluña. Barcelona
Ramon Casas. José María Sert. Hacia 1904. Museo Nacional de Arte de Cataluña. Barcelona

          Terminada la comida, los invitados se quedaban con su cuchillo en la mano y se les pedía que rascasen los muros para encontrar bajo el encalado «frescos del Veronés». ¿No acababan de descubrirlos al lado, en la Villa Magnadola? Recuerdo a José María Sert, postrado en una butaca sin muelles, rodeado por sus dos esposas, Misia y Roussy, tendidas a sus pies. Recuerdo a Diaghilev, con el mechón blanco destacando en su pelo teñido, el monóculo en el ojo con cinta colgante, mirando hacia el techo, como en la estampa de Daumier Les amateurs de plafonds, mientras Lifar y Kochno rascaban la cal de las paredes. Catherine, movilizando a sus hijos y a sus enamorados pasados, presentes y futuros, a quienes tenía la habilidad de hacer convivir juntos, anunciaba al Veronés en cada rasguño de la cal.

Honoré Daumier. Parisinos en 1852 examinando el nuevo techo pintado por Delacroix en el Louvre. Colección particular.
Honoré Daumier. Parisinos en 1852 examinando el nuevo techo pintado por Delacroix en el Louvre. 1852. Colección particular.

          Por fin aparecieron los frescos invisibles, pero no eran del Gran Pablo, del Sommo Paolo; simplemente obra de Zelotti, y de Franco: el Salón de la Aurora, Filemón y Baucis. Años más tarde los volví a ver, restaurados, tal como los había visto Enrique III, el rey a su pesar, al visitar la Malcontenta el 17 de julio de 1574. Fue la más bella de todas las fiestas venecianas de la Historia. Los arcos de triunfo habían sido pintados por el Veronés y Tiziano. Abolidas las leyes suntuarias para aquella ocasión, se pudo ver a las patricias y a las cortesanas seguidas por sus sirvientas que cargaban con los veinticinco kilos de perlas de sus señoras. Es el momento en que el Renacimiento va convirtiéndose en Barroco.

Jean de Court (Atribuido). Enrique III de Francia. Musée Condé. Castillo de Chantilly.
Jean de Court (Atribuido). Enrique III de Francia. Musée Condé. Castillo de Chantilly.

          En su Historia de Venecia, Daru nos muestra al rey, bajo el arco del triunfo que Palladio edificó para él, vestido de senador veneciano. Unos vidrieros, instalados en una balsa, soplan ante el joven monarca, cuyos veintitrés años se maravillan ante un monstruo marino que escupe fuego por la nariz.[2] Enrique III quedó tan satisfecho de los artesanos de Murano que ennobleció su corporación y se arruinó en espejos y arañas. Para pagarlos pidió prestados cien mil escudos a la Serenísima, lo cual dio motivo para que el papa dijese: «Éstos son escudos que los venecianos no volverán a ver jamás». A ese Enrique III triunfante no lo busquéis muy lejos, pues a partir de ahora está en el museo Jacquemart-André, tras haber hecho para vosotros el viaje desde la Malcontenta al bulevar Hausmann.”

Paul Morand. “El pabellón de cuarentena”. Venecias.  Ediciones Península. Barcelona. 2010. pp96-99.

[1] Línea regular de transporte de gran turismo, recorre le Ribera del Río Brenta de Padua a Venecia y viceversa; heredero de las antiguas tradiciones, el Burchiello surca las aguas del Río Brenta con andadura lenta, mientras que los guías a bordo explican la historia, la cultura y el arte testimoniados por las Villas del Brenta.

[2] Durante un banquete de tres mil cubiertos en la sala del Gran Consejo, los cuchillos, tenedores, manteles y servilletas eran de azúcar al igual que los centros de mesa, las estatuas de los dogos, los planetas y los animales, según diseños de Sansovini.

2 Comentarios

  1. Clara Martha Paniagua dice:

    Interesante relato, una mezcla de épocas y personajes.
    Gracias por compartirlo

    1. Bárbara dice:

      Gracias a ti por leerlo y comentar. Un saludo.

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