«En las frescas y malolientes callejuelas de Milán, sobre estanterías de umbrías tiendas de boticarios, se alineaban vasijas de cerámica llenas de hierbas, remedios medicinales, compuestos químicos y pigmentos: las materias primas con que dar color al mundo. Eran preparados de minerales, insectos, restos de animales y vegetales, someramente troceados a las espera de ser molidos en polvo fino y mezclados con yema de huevo o aceites para hacer pintura, y con agua para tinturas. Los clientes iban y venían: tintoreros, vidrieros, ceramistas y fabricantes de muebles, iluminadores de manuscritos y pintores.

Detrás de cada cuadro de Leonardo había una red mundial de colaboradores anónimos, con profesiones muy alejadas de las artes creativas propiamente dichas. Los minerales de los pigmentos llegaban en barco desde remotas ciudades de Asia Central que pocos europeos habían pisado, traídos habitualmente por mercaderes sirios. Algunos se elaboraban en laboratorios venecianos o florentinos gestionados por órdenes religiosas. Había un azul ultramarino en polvo que obtenían moliendo azuladas vetas de lapislázuli los jesuitas del convento florentino de de San Giusto alla Mura; la piedra semipreciosa se importaba desde lo que hoy son Afganistán y Uzbequistán, vía Damasco. Una versión del mismo color a un precio más razonable, producida en el mismo convento, se hacía con azurita obtenida de minas austriacas y balcánicas y elaborada con óxido de cobre.

Tan buena era la reputación cromática de estos religiosos que el contrato por el que se encargó a Leonardo La adoración de los Magos en Florencia especificaba que el artista debía comprarles los colores a ellos. Un pigmento rojo procedía de cuerpos desecados de cochinillas del Mediterráneo oriental, que se mezclaban con agua, alumbre y sosa. Otro se extraía del palo de Brasil, madera que importaban mercaderes españoles y portugueses de sus colonias americanas. Un tercer rojo, llamado «sangre de dragón», era una resina producida por diversas plantas, y se usaba como medicina además de como barniz.

La grana cochinilla era un carmín cuyo nombre procedía de los insectos con los que se fabricaba, y se importaba a Italia vía Amberes. También podían adquirirse rubíes, que molidos daban un pigmento carísimo. Del plomo, tratado de distintas formas, se obtenían blanco, ocre, y otro rojo más. Un «negro hueso» muy oscuro se destilaba partir de reses muertas. El verdigrís, un tono que nos es familiar por la pátina del cobre envejecido, se obtenía poniendo planchas de cobre al vinagre. El pan de oro se producía a partir de monedas viejas, y sus finas hojas se guardaban, cuidadosamente colocadas entre láminas de papel, metidas en libros. El azafrán, mezclado con alumbre y yema de huevo, se empleaba para fabricar un pigmento amarillo. Y es así como la ciencia y el comercio ponían los cimientos al arte.

Es probable que Leonardo enviara a alguno de sus aprendices adolescentes a adquirir los pigmentos, con una lista de la compra en mano. Los cuadernos del artista contienen listas de tareas, hechas muchas veces en vísperas de un largo viaje, lo que nos da un indicio del tipo de recados que encargaba a sus «chicos». En una de sus listas, de 1490, recuerda al aprendiz que ha de conseguir «un libro que versa sobre Milán y sus iglesias, que deben tener los papeleros que hay camino a Cordusio (una plaza del centro de la ciudad)». Otra, de entre 1508 y 1510 (probablemente, la época en la que Leonardo empezó a trabajar en el Salvator Mundi) enumera «botas, medias, peine, toalla, cordones para el calzado, navajas, plumas, guantes, papel de envolver, carbón, lentes con estuche «palo de fuego», tenedor, tablas, hojas de papel, tiza, cera, fórceps (…)» Puede que la lista aluda a artículos que ya había comprado a los tenderos de Milán y que guardaba en su estudio, pero también añade una nota sobre algo que está claro que no tenia: conseguir un cráneo».
Ben Lewis. El último Leonardo. Las vidas secretas del cuadro más caro del mundo. Barcelona. Editorial Planeta. 2019. pp. 46-48.