
«Cuando desde lo alto del campanario beffroi (campanario) se contempla la vieja, mágica y casi encantada ciudad de Brujas, que se extiende por la llana campiña belga envuelta en el fuerte aroma del cercano mar, uno apenas puede evitar la sensación de que la ciudad está muerta. Tan profundo es el silencio en la vieja torre, desde donde antaño las campanas llamaban al combate en la ciudadanía más beligerante y próspera de Flandes; tan lejano llega aquí el murmullo de la gente, agitado e ininteligible, que en las grandes ciudades suele habitualmente ascender hasta lo alto de las torres, como el fragor de las olas que baten en una playa lejana, y sólo cuando la gran campana inicia el furioso tañido y el repique de sus sonidos plateados se mezcla con ese sordo bullir, sólo entonces se acierta a percibir voces lejanas, y las múltiples iglesias de los alrededores se unen al juego de preguntas y respuestas. Y sobre la vieja ciudad muerta vuelve luego a posarse el grave silencio, igual que en el pasado.
La sensación de magia y encantamiento persiste cuando uno baja de la torre y pasea por las callejuelas estrechas y arcaicas. Es como en ese cuento en que los habitantes de un reino pierden de súbito la risa; no se ve aquí gente de rostro risueño, ni mujeres con vestidos de colores claros y alegres, si, ni siquiera los niños gritan y alborotan como es habitual, por las calles se topa uno con curas envueltos en sotanas, con monjas y beguinas (1), con ancianas que ya no creen en la vida, con individuos malhumorados y consumidos que caminan juntos como si no tuvieran ninguna relación entre sí. Esta ciudad es como un gran monasterio con miles de celdas y recónditos pasillos, un monasterio habitado por personas que han olvidado el mundo a su alrededor y a las que parece no importar el rápido avance del tiempo.
Brujas es una de esas pocas ciudades en las que el tiempo y la cultura moderna apenas ha dejado huella, y no hace falta mucha fantasía para sentirse en algunos lugares como en la Edad Media: las casas antiguas se han conservado sin apenas cambios y los escasos edificios modernos (entre ellos la estación) se adaptan de forma escrupulosa, con sus pináculos de ladrillo que se elevan como tridentes, al viejo estilo arquitectónico. Tan sólo han cambiado los habitantes.

En los soberbios edificios de las sucursales de la liga Hanseática, allí donde residían los comerciantes más ricos del mundo y donde se concentraba el lujo más fastuoso de Occidente, vive hoy gente pobre, sencilla y puritana. La ciudad, que en sus años más prósperos era considerada la hermana gemela de Venecia, y que junto a tesoros incalculables llegó a reunir a 200.000 habitantes dentro de sus gruesos muros, apenas alcanza hoy la cuarta parte de esa cifra, y, desde la época en que empezó a cegarse el puerto, Amberes le ha arrebatado el tráfico marítimo y con ello también la riqueza. Lentamente, muy lentamente, el pulso empezó a latir con menor fuerza, en los mercados se iba imponiendo el silencio, los barcos llegaban en número cada vez menor, y con el distanciamiento del mar, que hoy en día queda a más de diez kilómetros, Brujas ha perdido su carácter de ciudad hanseática para convertirse, lentamente en la ciudad de los monasterios y las iglesias.
Debido a su carácter espiritual y simbólico, refractario a los molestos requisitos de la técnica moderna, la ciudad ha disfrutado siempre de la simpatía de los artistas. En sus calles no se oye el molesto tintineo de los tranvías eléctricos, no surcan sus canales raudas barcazas de vapor con visitantes curiosos, tan sólo unos cisnes blancos –que, según la leyenda, expían el asesinato del duque local– se deslizan lentamente por entre el agua profunda, oscura, en absoluta calma, y que refleja los contornos de la orilla con pasmosa nitidez. Los pintores disponen aquí de incontables estampas intimistas: en el canal, ante los portalones de la ciudad y en las estrechas callejuelas donde ancianas sentadas a las puertas de sus casas bordan los famosos encajes.

También los escritores se han sentido a menudo atraídos por la ciudad: Georges Rodenbach, el sensible y delicado artista francés que murió aquí hace pocos años, tituló una de sus novelas Brugues la morte, una singular y exquisita obra de arte que se diría ser en sí misma una creación de esta ciudad romántica y melancólica. En muchos de sus poemas, así como en la novela Le carilloneur, trató Rodenbach de captar el extraño encanto que desprende esta vieja ciudad flamenca, mientras su ilustre colega Camile Lemonnier prefirió describir, en la novela Les deux conciencias, las peculiares relaciones sociales aún vigentes, la mojigatería y el extremo puritanismo. Y tantos otros más, pues es innegable que gracias a estos dos artistas Brujas se ha convertido en lugar de moda para los jóvenes literatos franceses, en un centro de peregrinación como lo fue en su día Venecia para los alemanes tras las estancias de Goethe y de Platen.

Pero no sólo en esta atmósfera mágica hay que buscar los tesoros de Brujas; se esconden también entre sus obras de arte. Precisamente ahora se celebra una exposición realmente espléndida. Los flamencos primitivos, que reúne una preciosa colección de la temprana escuela flamenca, originaria en su mayor parte de la misma Brujas. Destaca la presencia de los hermanos Van Eyck, de Thierry Bouts, Van der Weyden y Quentin Metsys, aunque el papel estelar corresponden a los dos pintores que vivieron en Brujas, Gérard David y Hans Memling, a los que se dedica una sala individual. La exposición incluye la totalidad de los cuadros de Memling, que habitualmente se exhiben en el hospital de St.Jean –cuenta una bonita leyenda que los pintó y los donó al hospital como agradecimiento por haber sido acogido tras sufrir heridas de guerra–, y por tanto también sus creaciones más maduras y célebres, cuya cima es el relicario de Santa Ursula, con esa reproducción soberbia y asombrosamente prolija en la que se glorifica el martirio de la santa.

La segunda parte de la exposición, que muestra artesanía de la época medieval, se encuentra en el hotel Grunthuuse, una vieja mansión de 1465 donde habitualmente se exponen antigüedades y bordados.

Además de los magníficos edificios, del ayuntamiento, de la iglesia de Notre-Dame y del beffroi, en Brujas se conservan tres pequeños testimonios del arte medieval difíciles de encontrar en otro sitio. En especial la famosa chimenea que hay en la sala de audiencia del palacio del Franc de Bruges, construida en 1530 para rememorar la batalla de Pavía y la consiguiente firma del tratado de paz. La parte inferior, de enormes dimensiones, es toda ella de mármol negro; la parte superior, con sus tallas de madera, data de época mucho más tardía.

La segunda joya es el relicario de la capilla de la Santa Sangre, la única gota de sangre del Redentor: la exposición semanal de esta reliquia congrega en Brujas a una gran cantidad de fieles, en especial el día de la procesión, fiesta religiosa en toda la ciudad.

El tercer tesoro se esconde en la iglesia de Notre-Dame: el mausoleo de Carlos el Temerario y su hija María de Borgoña, dos estatuas de bronce a tamaño natural bañadas en oro que yacen sobre sarcófagos de mármol.

Por último, esta iglesia guarda también el grupo escultórico de Miguel Ángel, «María cono el niño», la primera pieza del gran maestro que tuvo ocasión de admirar a Alberto Durero antes de partir hacia Italia.

Todas estas obras de arte reposan en Brujas; no son desconocidas, pero tampoco se ven acosadas por visitantes ruidosos, más o menos entendidos en arte; sólo las encuentra quien las busca, igual que la ciudad misma, no menos interesante sin duda que su hermana del sur, Venecia, con la que ha sido comparada tantas veces de forma inevitable, no sólo por su peculiar naturaleza, sino también por compartir un destino común. Y seguro que es mejor así, si bien el silencio no va a durar mucho, ya que el Estado belga quiere apropiarse de la ciudad, y cuando el Estado y la estética compiten por apropiarse de algo, no suelen hacerlo en el mismo sentido de la palabra. Ahora van a construir un canal que unirá Brujas con Blankenberghe y por el que podrán navegar también grandes barcos; el éxito no se hará esperar, el puerto volverá a adquirir vida, un reflejo del fulgor de antaño caerá sobre el gris crepuscular de la vieja ciudad, tal vez Brujas vuelva a superar a sus hermanas Gante y Ostende. Renacerá una ciudad nueva y emprendedora, otra más, pero al mismo tiempo desaparecerá para siempre uno de esos lugares cada vez más raros, de atmósfera tan especial, una pérdida para todos aquellos que amaban la «ciudad muerta» precisamente por su silencio y su solemnidad ensoñadora».
Vom Fels zum Meer (2), Stuttgart, octubre 1902
Stefan Zweig. Crónicas de cuatro continentes. De viaje. Bélgica e Inglaterra. Madrid. Ediciones Sequitur. 2015. pp.13-18.
(1) Las beguinas eran una asociación de mujeres cristianas, contemplativas y activas, que dedicaban su vida a la ayuda a los desamparados, enfermos, mujeres, niños y ancianos, y también a labores intelectuales. Organizaban la ayuda a los pobres y a los enfermos en los hospitales, o a los leprosos. Trabajaban para mantenerse y eran libres de dejar la asociación en cualquier momento para casarse.
(2) De la roca al mar.
Que escrito tan maravilloso, describe perfectamente esa sensación que para algunos, como yo, es indescriptible. La magia, la arquitectura medieval, los canales, y esos puentes que te abren cajitas de sorpresas y que caminando en un frío abril por sus calles parecería que estás en un cuento de hadas o para los hispanos de «brujas». Hermosa ciudad patrimonio de la Humanidad, hay que volver.
Gracias Barbara por permitirnos gozar de tus historias
Yo estuve hace años y quedé fascinada. Parece que se ha parado el tiempo y que es posible hacer un viaje a través de los siglos. Un cordial saludo.