“Cádiz me sorprendió por su extraordinaria limpieza, sus pintorescos edificios blancos y sus muchas astas de bandera; por lo demás, nada digno de mención ofrecía al forastero. Aquí no había ningún museo, ningún vestigio árabe de importancia; la muchedumbre de las calles no mostraba el carácter abigarrado que habíamos visto en Gibraltar; para nosotros, que veníamos de la costa marroquí, no había aquí nada nuevo ni nada exótico que nos sorprendiese; Cádiz no iba a agradarnos. Quizá nos hubiese gustado de haber llegado aquí por tierra, procedentes del norte; aunque una única maravilla sí la había: el mar fragoroso con sus gigantescas olas.
La Alameda está bellamente situada y ofrece una hermosa vista sobre la amplia y despejada bahía, donde las altas olas luchaban contra el malecón; las gaviotas chillaban al volar por encima de las espumajeantes olas. Una multitud de embarcaciones de pesca, cual enormes pájaros con las alas extendidas, precipitábanse en dirección al puerto; barcos con las tremolantes banderas de las diversas nacionalidades esperaban anclados en la ensenada. En la Alameda vimos una larga fila de macizos de flores cercados por una reja, y en cada ángulo de la prolongada avenida, una palmera; tampoco faltaban aquí algunas estatuas. El viento soplaba bastante más frío que en África; sin embargo, todavía calentaba el sol, restaba algo de verano; pero Cádiz no llegó a despertar nuestras simpatías. Puede que la culpa fuese mía, o puede que de la ciudad en sí. Yo la contemplé desde la Alameda, desde el puerto, desde plazas y calles; la contemplé desde la ventana de mi hotel; en frente de mis narices vi gente que andaba por los planos tejados, extendiendo las cuerdas y colgando las prendas de ropa más innombrables.
Bueno no pienso tan mal de Cádiz como he dicho; algo agradable también había aquí: nos esperaban ansiadas cartas de casa, y en Cádiz nos encontramos con dos compatriotas; uno de ellos, Frederick Zinn, de Copenhague, vivía aquí, precisamente en la casa de un hombre de negocios a quien se me había recomendado; y en la ensenada se encontraba anclada la nave «Dorothea», perteneciente al mayorista Melchior. El capitán Harboe, encargado de la misma en tierra, había comentado a su oficial Hohlenberg, que acababa de ver en una calle de Cádiz un hombre increíblemente parecido al poeta Andersen; casi se había acercado a hablarle, pero, claro, Andersen no podía estar en España. Más tarde nos saludamos e intercambiamos noticias de nuestra amada Dinamarca.
Como todas las ciudades algo grandes en España, Cádiz posee un casino de lo más elegante, donde uno encuentra una rica variedad de periódicos nacionales y extranjeros; fuimos introducidos en él sin la menor dificultad.
En 1835, cuando en Zaragoza el populacho comenzó a pegarles fuego a los conventos y a asesinar a los frailes, la rebelión se extendió desde allí al resto de España. Cádiz otorgó un plazo de cinco horas a sus frailes para que abandonasen sus monasterios, se instalaron guardias en el exterior para evitar la quema; el populacho se llevó los víveres, quemó el mobiliario y los libros, pero los muros permanecieron incólumes. Cádiz no muestra ruinas ni señales de violencia de aquella época, da la impresión de reinar aquí el orden y la limpieza, de ser una ciudad mercantil, donde no hay más romance que el del mar o el de los hermosos ojos andaluces, brillando en el rostro de las lindas damas, ataviadas con mantilla, que pasean por la Alameda; o el de aquellos ojos que en las hechiceras mujeres del puerto despiden ráfagas de fuego.
Los contornos son increíblemente llanos; todo es arenas volantes, páramos y kilómetros de salinas; sobre la oscura superficie de tierra se elevan blanquísimas pirámides de sal. La zona no invita a excursiones; el único lugar cercano que nos propusieron como digno de ser visitado fue Jerez de la Frontera; pero no para admirar sus iglesias o monumentos históricos, sino para ver sus bodegas y probar la ricura de sus vinos.
De Cádiz no hay mucho que contar; fue un pobre comienzo del viaje de regreso a nuestro país, iniciado ya en Tánger. España, hasta el momento, no me había inspirado un solo cuento con que complacer los deseos de mi amado círculo de pequeños lectores. Yo no querría defraudarles. ¿Qué no esperarían ellos que les contase? Tendría que contarles -y les contaré algún día- algo sobre las señoritas españolas, sobre las moscas españolas, sobre los pimientos españoles, sobre las varas de castigo españolas[1] y sobre la vegetación española; y aún podría añadir algo sobre la capa española, sobre los aventureros españoles, y sobre el vino español.
(…) Estoy seguro de que Cádiz esconde materia para una novela, pero el forastero no la ve. Hackländer, en su amena descripción de su viaje a través de España, llamó a Cádiz: «reina del mar en velo de viuda», y por cierto, él, como yo, se refiere únicamente a la limpieza y blancura de las casas, a la perfección de sus balcones y a sus hermosas y sonrientes mujeres”.
[1] Varas de castigo españolas: En danés «Spansk rör». Se trata de un junco o caña, especialmente duro, que empleaban en los colegios para pegar a los niños
Hans Christian Andersen. “Viaje por España” De Granada a Cádiz. Alianza Editorial. 1988. Madrid. pp. 87-94.